jueves, 3 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (I)

La espiritualidad tiene que ver con el cultivo del espíritu. Su punto de partida estriba en el reconocimiento de un hecho real para cuya afirmación destaco un enunciado del filósofo judío Martin Buber: los seres humanos habitamos en medio de dos mundos, uno de orden material y otro de orden espiritual. Vivimos a partir del primero, pero aspiramos al segundo.

Hay gran diversidad de opiniones acerca de si efectivamente hay esos dos mundos, la índole de cada uno y las relaciones entre ambos.

Por ejemplo, Platón consideraba que sólo el espiritual es real, en tanto que lo que consideramos material es copia evanescente y tergiversada del primero. Esta concepción se encuentra en el antiguo pensamiento de la India y ha recorrido el pensamiento occidental a todo lo largo de su evolución.

Se la encuentra de nuevo en Descartes, cuando separa la res cogitans de la res extensa, y en Kant, con su distinción entre el mundo fenoménico, que es de meras apariencias pero accesible a los sentidos, y el nouménico, que va más allá de los mismos y sólo cabe vislumbrarlo a través del ejercicio de la razón práctica.

Una vieja tradición presocrática, desacreditada a través de los siglos, pero revivida con el desarrollo de la ciencia experimental, niega no sólo que podamos conocer ese mundo nouménico de que hablaba Kant, sino su posibilidad misma. Sólo hay un mundo, el de la res extensa cartesiana, vale decir, lo tangible, lo mensurable, lo que se manifiesta a través de los sentidos. En suma, el mundo material. Pero, como la experiencia íntima es refractaria a esta afirmación, suele matizársela diciendo que ese mundo de la interioridad es mera apariencia, un mundo epifenoménico, irreal, como los fuegos fatuos o las luces artificiales.

Algunos que siguen a Kant aducen que ese mundo de la interioridad trasciende la realidad de los fenómenos, es de orden racional y, por consiguiente, lógico. Pero es puramente ideal, sin anclaje en una realidad superior de orden espiritual. Dicho en términos técnicos, la lógica para ellos nada tiene que ver con la ontología.

La racionalidad no es entonces algo que encaje en lo real, sino apenas un modo de ordenar los datos de la sensibilidad. De ahí viene la tesis de Badiou, por ejemplo, según la cual sólo hay hechos materiales y discursos sin conexión necesaria con aquéllos. La validez del discurso no reside por consiguiente en su consonancia con la realidad, sino con las reglas de su construcción interna.

Pero nada confiere validez a dichas reglas, por lo cual puede haber distintos discursos sobre lo mismo. El juicio que podemos emitir acerca de ellos no versa sobre sus fundamentos reales, sino sobre su concordancia con las premisas que presiden su formación. Parafraseando el dicho italiano, no interesa lo “vero”, sino lo " ben trovato”.

La solución aristotélica plantea que entre esos dos mundos, el espiritual y el material, hay una conexión tan íntima como indisoluble. La idea penetra la realidad material organizándola, dotándola de estructura, informándola. Y es esa información lo que capta nuestra inteligencia al aprehender lo real.

Desde el punto de vista de la etimología, inteligencia viene precisamente de inteligir, esto es, leer en el interior de las cosas captando su identidad, sus estructuras, su dinamismo, sus relaciones interiores y exteriores, el porqué son de cierta manera y no de otra. Se entiende una cosa cuando se tiene idea de ella, una idea que no es meramente producto o construcción de la actividad intelectual del sujeto, sino que está ahí, como principio operativo del ente.

Una de las grandes intuiciones del Estagirita fue que hay entes cuya materialidad, por así decirlo, supera o anonada su información. Tal vez sería mejor afirmar que son cosas con poca información y, por lo tanto, estructuras relativamente simples, tal como sucede con los objetos físico-químicos. Pero el mundo ofrece una gradación en la que van apareciendo entes con mayor carga de información y, por lo tanto, más complejos, como los biológicos y los humanos, hasta llegar a aquel que es pura información, pura idea, puro espíritu, pura racionalidad, plenitud de ser, forma suprema; en fin, el Dios de la filosofía cristiana.

La precariedad metafísica que aflige al pensamiento de hoy y se traduce en el Credo Occidental, ignora la ineludible distinción que  hay que establecer entre el ser finito y el ser eterno, tema de una obra fundamental de Edith Stein, o entre  ser necesario y contingente, distinción ésta que suministra la clave del libro de Claude Tresmontant sobre “Cómo se plantea hoy el problema de la existencia de Dios”.

La forma pura aristotélica traducida en  el Dios judeo-cristiano es el ser necesario y, por ello, eterno. Las cosas del mundo se inscriben dentro del ser contingente y, en consecuencia, finito. No son lo que no puede dejar de ser; además, pueden ser de otra manera, según la información que se les imprima.

Ahora que vuelve a estar de moda el tema del origen, hay que preguntarse acerca de si todo procede de la materia primordial que según se dice explotó en un “Big Bang”, de suerte que las ideas de Dios, de espíritu y de razón serían subproductos de ese estallido primigenio, o si por el contrario hubo una información que se proyectó en esa materia y sigue rigiéndola y ordenándola.

Todo esto viene a cuento porque, desde el punto de vista existencial,  el tema de la espiritualidad toca con el de la trascendencia, entendida no en el sentido del logicismo kantiano, sino en uno muy diferente, que se refiere al tránsito de unos estados de conciencia por así decirlo naturales a otros de carácter espiritual.

Volviendo a la idea de Buber, se trata de pasar el puente entre el mundo que nos ata a nuestra condición de seres biológicos, y el que nos promete la bienaventuranza.

Esta idea tiene tal arraigo en las sociedades humanas y los destinos individuales, que resulta difícil afirmar que procede de ilusiones, delirios, engaños intencionales, mentalidades primitivas y prelógicas, o funcionalidades adaptativas determinadas por la biología.

¿Por qué no pensar, más bien, en una intuición fundamental, algo que la mente humana capta de inmediato, así sea de modo confuso y dando lugar a toda suerte de derivaciones?

Un texto olvidado de Bergson, precisamente su trabajo de tesis, trata sobre “Los datos inmediatos de la conciencia”. El primero es la autoconciencia, la conciencia de sí mismo, la afirmación del Yo, tema en que no le faltan razones a Descartes, aunque el análisis conduzca a refinarlo y enriquecerlo. Y esa conciencia de sí ya es una operación espiritual.

Pero la exploración de la intimidad pone de manifiesto diversas facetas en el mundo del Yo. El pensamiento oriental suele poner énfasis en que el Yo natural, que se traduce en los estados de conciencia ordinarios,  es algo que nos ata a la tierra, sigue los impulsos naturales, nos identifica con la vida animal y resulta ser algo más bien caótico, fuente de dolor, de insatisfacción, de desequilibrio interior.  La búsqueda de la armonía, de la paz y de la serenidad, implica superar ese estado de naturaleza y pasar a otros planos mentales, que no son meramente subjetivos, sino que se proyectan hacia un mundo real, el del espíritu. Se habla a este respecto de un Yo profundo, de un Yo esencial, de una conciencia que trasciende a otros niveles de realidad, los de la plenitud del Ser.

El cruce del puente es, entonces, la trascendencia, pero no en el sentido kantiano, que sólo importa en lo que se refiere a la ordenación lógica de nuestras ideas, sino en un sentido profundamente ontológico,  metafísico si se quiere.

La psicología humanista o   transpersonalista examina estos temas. Hay al respecto una muy abundante literatura, dentro de la cual destaco dos libros que han llegado recientemente a mi biblioteca, ambos de K. G. Dürckheim: “El Camino, la Verdad y la Vida”, que recoge un fructífero diálogo con Alphonse Goettmann (Editorial Sirio, Málaga, 1987) y “Experimentar la trascendencia”(Ediciones Luciérnaga, Barcelona, 1991).

Dice en la introducción al segundo de ellos lo siguiente:

“El hombre ha tenido siempre a su disposición cuatro medios para alcanzar la experiencia de lo sobrenatural:

-La naturaleza: la extensa naturaleza, el silencio de los bosques, el cielo estrellado…

-El arte: ¿quién no ha experimentado alguna vez, al escuchar una música, que la palabra <hermosa> no bastaba para expresar lo que sentía, que lo que sentía estaba más allá de todas las palabras?

-El erotismo, cuando la ternura física provoca en el hombre una expansión de su aura.

-La religión, los cultos, cuando éstos no constituyen un conformismo, un hábito puramente exterior, sino un encuentro interior con el Cristo que nos es inmanente.”(pág. II).

En mis cursos de Filosofía del Derecho solía ponerles de presente a mis discípulos que la dimensión del valor, que es ingrediente constitutivo del fenómeno humano (expresión que he tomado de Teilhard de Chardin, pero quizás en otro sentido), apunta hacia la espiritualidad, la trascendencia. Para explicar el asunto, me he valido de una idea de Scheler que me cautivó cuando estaba haciendo mis estudios universitarios: "El valor constituye la legalidad específica del espíritu”. Del mismo modo que la legalidad natural ordena de modo determinista el funcionamiento de la naturaleza, el espíritu se mueve por la ley del valor, que es una ley ciertamente de libertad, pero también de trascendencia.

Encuentro en los diálogos de Dürckheim con Goettmann la misma idea: “…Mira un cuadro: no hay comparación entre la belleza que emana de la voluntad de un artista y la que brota de su propia experiencia del Ser…Una nace de la  aplicación voluntaria, la otra sale como una flecha de su transparencia…interior…”; “…En este plano, bondad y belleza no tienen nada que ver con la ética o con la estética. Son la manifestación de la presencia de lo divino, que se manifiesta siempre bajo estos tres aspectos, pero es el gran Tercero, la Unidad del Todo, el que se apodera de ti y te entrega en el movimiento de la vida Divina , de forma que no puedes hacer otra cosa que ser lo que los demás llaman “bueno” o “bello”…”(pág. 143).

El valor, rectamente apreciado, traza el camino de la realización plena de la persona humana, nos acerca a lo divino. Hablar de un politeísmo de los valores, como lo hacía Max Weber y lo proclama el relativismo contemporáneo, es perder de vista su dimensión espiritual. Y eso es lo que sucede cuando se destaca el valor supremo del individuo humano sin considerar que su dignidad es la de un ente que está llamado por su propio modo de ser a la trascendencia espiritual.

De ahí que el primoroso libro de Jaroslav Pelikan ,”Jesús a través de los siglos: su lugar en la historia de la cultura”(Herder, Barcelona, 1989), comience con una exposición acerca de la Trinidad Axiológica, los trascendentales del Ser según la filosofía antigua: lo bueno, lo verdadero y lo bello.

No deja de ser significativo que la Modernidad y la Postmodernidad hayan enderezado sus baterías contra esos valores supremos. Lo suyo es, precisamente, la devaluación de lo verdadero, lo bueno y lo bello, la negación de su profundo significado espiritual, la destrucción de lo sagrado.

Hay toda una ciencia de la espiritualidad, tanto en la tradición judeo-cristiana, como en la islámica y la oriental, y hasta en la de los pueblos primitivos, que insiste en los pasos que deben darse para cruzar el puente, tales como el rechazo del Yo natural, la búsqueda interior, la iluminación, el ascenso hacia el Yo esencial, la conquista de la serenidad. Pero quienes los han dado manifiestan que no son propiamente hablando pasos placenteros, pues a menudo son penosísimos: la Noche del Alma de San Juan de la Cruz, las terribles dudas de Santa Teresa de Lisieux, las crisis de San Francisco de Asís, la furia de los demonios que azotaban al Santo Cura de Ars o al Santo Padre Pío, por no hablar de esa escena dolorosa a más no poder, la de la Oración en el Huerto, preludio de la tragedia más patética que haya sido posible concebir por la inventiva humana.

Si el relato evangélico de la Pasión de Cristo es obra tan sólo literaria, pero no histórica, sus redactores deben de considerarse como los máximos genios de la Literatura Universal. A menudo les decía a mis discípulos: “ No lean los Evangelios como palabra de Dios si no les parece, pues al fin y al cabo es asunto de fe; pero si los toman como obra literaria, quedarán maravillados y les tocarán el alma”. Para tal efecto, les recomendaba que escuchasen con cuidado esa obra maestra de la espiritualidad protestante que es la Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach.

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