miércoles, 23 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (V)

Frecuentemente les decía a mis alumnos que el empirismo y su continuador, el positivismo, son algo así como polos a tierra del pensamiento, que obligan a ponerlo a tono con la realidad.

La reflexión, en efecto, tiene que partir de hechos, de fenómenos, de lo que se presenta ante la conciencia. Pero a los hechos hay que interrogarlos y es así como el pensamiento emprende el vuelo. Cuáles sean sus límites es debate de nunca acabar.

Pues bien, en estas reflexiones que vengo haciendo hay unos datos firmes, como que en el hombre se pone de manifiesto una realidad espiritual, que la dualidad de mundos en que transcurre su existencia le aporta una base de verdad a la religión, y que él es un ente constitutivamente moral.

Cuando digo esto último, parto de hechos que en sí mismos son incontrovertibles, como la exigencia interior que hace que nos preguntemos cómo debemos obrar en cada circunstancia de nuestra vida, el juicio de valor que nos formamos sobre la conducta ajena y la presión social que experimentamos para ajustar nuestras acciones a modelos configurados por la cultura.

Estos fenómenos nos ponen en contacto con un mundo que es  complejo, el de las normatividades.

Para introducir a mis estudiantes en ese ámbito acostumbraba a acudir a Kant y a Rousseau.

Es célebre el texto en que el primero menciona las dos cosas que más impacto que le producían, a saber: el orden majestuoso del cielo estrellado y la ley moral en el interior del hombre. Es decir, el orden de la naturaleza y un orden específicamente humano, el de la moralidad. Según el célebre filósofo, ese orden se manifiesta en la esfera íntima, a través de exigencias o imperativos de buen comportamiento.

Rousseau ve las cosas desde otra perspectiva. En otros textos, igualmente célebres, pregunta por qué el hombre, habiendo nacido libre según la naturaleza, vive cargado de cadenas. Esas cadenas rousseaunianas son precisamente los deberes que a través de distintos medios de presión constriñen a los individuos en las relaciones con sus semejantes.

Ambos pensadores se preocuparon por conciliar los imperativos de la moralidad con la libertad individual. Pero en Kant hay una preocupación más concentrada en el tema de la racionalidad de una y otra. Mejor dicho, una de sus grandes aspiraciones era la de identificar el obrar racional con el obrar moral. El ejercicio de la libertad, según él, debía realizarse de conformidad con los célebres imperativos categóricos. Sólo de esa manera podría concebirse un despliegue racional de la libertad humana.

Por consiguiente, ninguno de estos pensadores cuyas ideas han sido tan tergiversadas en los tiempos que corren hacía coincidir libertad con arbitrariedad, entendida esta expresión en sentido peyorativo. Por el contrario, predicaban el ejercicio virtuoso de aquélla, lo que implica necesariamente el sometimiento de la acción al escrutinio de la conciencia.

Quizás haya casos excepcionales de individuos que no se juzguen a sí mismos, que no experimenten el peso de la conciencia al momento de obrar o su reproche después de hacerlo, y que sean del todo indiferentes respecto de lo que hacen o dejan de hacer, como el extranjero de Camus; pero se trata de casos patológicos que nadie se atrevería a recomendar que sirvieran de ejemplo de comportamiento racional. Más difícil resulta encontrar casos de sujetos que se abstengan del todo de juzgar a sus semejantes, negándose a valorar sus comportamientos como buenos o malos, admirables o censurables, convenientes o inconvenientes, etc.

Por otra parte,  no existe agrupación alguna que prescinda de imponerles algún género de normatividad a sus integrantes. De ahí que no pocos estudiosos de los fenómenos sociales consideren que el núcleo de lo colectivo está precisamente en las regulaciones que se imponen a través de la presión social, y observen, además, que las interacciones van generando espontáneamente pautas, modelos, exigencias, etc., tendientes a ordenar los comportamientos de los sujetos que en ellas participan.

Prosiguiendo con el análisis, observamos que cada individuo adopta o elabora sus cánones según sus propias escalas de valores, a partir de su temperamento, su educación, sus experiencias, sus reflexiones o su entorno. Esos códigos individuales no suelen ser racionales ni coherentes consigo mismos. Muchas veces traducen la llamada ley del embudo: la parte ancha para el sujeto; la estrecha, para juzgar a los demás. Muy a menudo son injustos y hasta absurdos.

Sin embargo, todo lo incongruentes, difusos e incluso errados que puedan ser tales códigos, con base en ellos se identifica la personalidad de cada ser humano. No es osado afirmar, en efecto, que cada uno de nosotros se distingue por lo que cree, lo que siente, lo que desea, lo que hace. En otros términos, nuestra identidad personal se establece a partir de nuestras creencias, nuestras valoraciones, nuestros propósitos, nuestras realizaciones. Por lo menos, así nos ven los demás.

El pensamiento antiguo refería el origen de las normatividades a Dios o los dioses, la naturaleza o las costumbres, que no dejaban de considerarse como una segunda naturaleza llamada a  corregir o perfeccionar la originaria. El moderno, en cambio, tiende, por una parte, a investigarlas desde lo que considera la perspectiva científica (como datos biológicos, psicológicos, sociológicos, etc.) y, por otra, a someterlas a crítica  racional.

Al tenor de la primera perspectiva, se aspira a explicar el dato de la normatividad como si fuese uno más entre los muchos que integran el mundo, a partir de su descripción, su morfología, su génesis, su dinámica, sus relaciones con otros fenómenos, etc. 

Es interesante traer a colación los estudios que bajo el rótulo de ciencia de las costumbres abundaron en la sociología de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, en los que simplemente se trataba de considerar los factores históricos de las distintas morales, la funcionalidad de las mismas respecto de necesidades individuales y colectivas, el modo como la gente asimilaba sus contenidos y trataba de llevarlos a la práctica, las tensiones entre los ideales morales y las realidades anímicas o sociales, los ajustes teóricos y empíricos de esas tensiones, los efectos individuales y comunitarios de la adopción de cada tipo de código, etc.

Por ejemplo, la sociología biologista del siglo XIX, que ahora ha revivido bajo el estímulo de la genética y la neurociencia, se esmeraba en explicar los fenómenos morales a partir de las necesidades de la supervivencia y la adaptación al medio. Después, con el desarrollo del psicoanálisis, fueron apareciendo los intentos de explicación en términos de acción del inconsciente, del superego, de las sublimaciones, de las racionalizaciones, de los conflictos interiores, de las represiones y los complejos, etc. Con anterioridad a Freud y sus discípulos, el materialismo dialéctico había optado por  denunciar las alienaciones morales y su vinculación con el hecho decisivo, a su juicio, de la explotación del hombre por el hombre. Así, toda normatividad expresaría una relación de dominio de unos seres humanos sobre otros con miras a aprovecharse abusivamente de su trabajo, a la vez que ofrecería alguna justificación ideológica de esa explotación.

Explicar el funcionamiento de los códigos individuales y sociales  en los términos de las ciencias de la conducta es una cosa, todo lo ardua que se quiera. Otra muy distinta es dictaminar sobre sus valores con miras a justificar su exigibilidad con base en la razón.

Digamos que la primera perspectiva aspira a dar respuesta a la cuestión de por qué se obra de determinada manera, mientras que la segunda va más allá y se interroga bien sea para qué se obra, ya, como pretendía Kant, por  la ley universal a priori, es decir, no fundada en hechos ni en la experiencia de los mismos, que permite calificar la conducta como racional y, por ende, moral.

El dogma positivista afirma que sólo es procedente situarse en la primera perspectiva, la de la explicación del hecho moral, pues la segunda desborda las posibilidades del escrutinio racional.

Ahí entra a jugar la cuestión de los límites de la razón que atrás mencioné de pasada.

Los devotos de Hume  afirman que aquélla limita su papel a la ordenación lógica de los datos sensoriales y ninguno de éstos nos muestra lo bueno o lo malo, lo justo o lo injusto, lo digno o lo indigno. Valoramos esos datos, simple y llanamente, por ciertas impresiones de bienestar o de desagrado, de conveniencia o inconveniencia, de placer o de dolor, que experimentamos en nuestra intimidad, a partir de las cuáles nos atrevemos a hacer generalizaciones más o menos etéreas que no tienen otro fundamento que lo que subjetiva y arbitrariamente nos gusta o nos disgusta.

Este modo de ver las cosas, así parezca chocante, ha influido decisivamente en el pensamiento moderno. Por eso en mis lecciones de Filosofía del Derecho dedicaba unas cuantas horas a hablarles a mis estudiantes sobre Hume y sus seguidores. Creo que es el gran filósofo de la negación. Su horizonte mental no va más allá de las propias narices.

En cambio, para la metafísica tradicional, firmemente enraizada en la religión, las normatividades tenían asidero profundo en la realidad cósmica.

Por ejemplo, en el apogeo de la escolástica medieval se discutía si su fundamento estaba en la razón de Dios, como lo sostenía el intelectualismo tomista, o en su voluntad, tal como lo pensaba el voluntarismo de la escuela franciscana.

Para los primeros, las normatividades se fundaban en una racionalidad intrínseca; por consiguiente, los deberes obedecerían a exigencias racionales. Para los segundos, en cambio, los deberes surgirían de actos de voluntad, de imperio. No obstante, como esos actos pondrían de manifiesto la voluntad divina, habría que prestarles obediencia, ya que por definición a Dios no se lo contradice.

Poco a poco el pensamiento moderno ha venido prescindiendo de Dios, pero no de sus atributos.

Así,  a  la razón divina de los pensadores medievales se la sustituyó por la Razón sin más de Descartes, Kant y los ilustrados del siglo XVIII, para sostener que las normatividades sólo son exigibles si tienen fundamento en ella. Es el caso de Grocio, que sostuvo que los postulados racionales eran de suyo válidos, hubiese o no Dios de por medio.

Otros siguieron la línea de despojar a Dios de su voluntad para adjudicarla a distintas entidades, como la Nación, el Pueblo, la Cultura, la Raza, la Clase, la Estructura, el Líder o el Gran Hermano, que por algún oscuro atributo metafísico estarían legitimados para ordenar la vida de los seres humanos. Figura clave de ese voluntarismo es Rousseau, al que no pocas acciones hay que adjudicarle en la génesis de los sistemas totalitarios del siglo XX y en el cacareado socialismo del siglo XXI.

Es claro que la mera voluntad, salvo que se trate de la de Dios, no le aporta fundamento conceptual sólido a la normatividad. Cuando se la  proclama como fundamento de las normatividades, simplemente se está  destacando su capacidad efectiva de imponerse. En consecuencia, si se afirma que una normatividad se basa en actos de voluntad, en rigor se está diciendo que su  última ratio está en la fuerza y, en definitiva, en la violencia.

De ahí que una sólida tradición demande que toda norma se apoye en razones llamadas a persuadir a sus destinatarios de la bondad de la obediencia. Pero, si se deja de lado a Dios y el orden del universo que Él ha creado, ¿cuáles son los contenidos, las estructuras y la fuerza misma de la racionalidad, sobre todo en lo que atañe a la acción humana?

Abundan los estudios sobre la crisis de la racionalidad en el pensamiento contemporáneo.  De ese modo, se habla de racionalidades limitadas o parceladas, de pluralismo de racionalidades, de racionalidades meramente convencionales, etc. Todo ello apunta hacia la negación de los atributos de universalidad, coherencia y necesidad lógica de lo racional. Por consiguiente, les abre espacio a  los irracionalismos que  ahora campean so pretexto de la post modernidad.

Sería tan prolijo como fatigante entrar por lo pronto en el detalle de los pasos que poco a poco se han dado para destruir la idea de razón que todavía alimenta el individuo común y corriente que no se ha puesto a leer lo que escriben los post modernos.

Digamos, en una síntesis apretada, que por distintos caminos se ha llegado a este punto: cada individuo es dueño de su razón o sus razones y nadie está legitimado para imponerle ideas o argumentos que no quiera aceptar; su autonomía moral le confiere el señorío de sus propósitos, sus valoraciones y los resultados de sus actos, haciendo que cada uno sea su propio juez; la moralidad es asunto del resorte exclusivo de cada individuo; no hay referente alguno superior a su arbitrio para dictaminar sobre el valor moral de sus actitudes y sus comportamientos; como el obrar de cada uno interfiere el de los demás, hay que buscar consensos y reglas para producirlos que reduzcan al mínimo los efectos nocivos de las interferencias, garantizando al mismo tiempo el máximo de satisfacción posible para cada interesado; el único asunto colectivo que hay que considerar en la moralidad es el respeto que a cada uno se le exige en torno de las opciones ajenas; las razones que se esgrimen en el debate se soportan en la fuerza de los deseos; la dignidad humana es apenas una expresión cómoda para designar el valor supremo que se asigna al Deseo; los valores morales nada tienen que ver con un orden natural ni muchísimo menos con un orden espiritual, etc.

Un ensayista de moda, Gilles Lipovetsky, lo sintetiza magistralmente: hemos pasado de la ética del deber a la del placer.

Volviendo a lo expuesto arriba, si bien se sigue admitiendo hoy que el hombre es un ente moral, dado que no deja de juzgarse a sí mismo y a sus semejantes, lo que ahora se cree es que su moralidad es arbitraria e irracional. Mejor dicho, que la racionalidad de su existencia y su conducta se establecen en función de la satisfacción de sus deseos  o, más bien, de sus pulsiones. La única racionalidad admisible en ese campo sería entonces de tipo instrumental, de modo que los medios que se utilicen sean idóneos para obtener los resultados que se apetezcan en orden a la satisfacción de los deseos.

¿En qué queda el espíritu dentro de este cuadro?

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