sábado, 12 de febrero de 2011

Espiritualidad, religiosidad y moralidad (III)

Pocos temas hay tan polémicos como los atinentes a la religión. Cuando se los aborda, se corre el riesgo de tropezar de entrada con el fundamentalismo de quienes están aferrados firmemente a sus creencias con fe de carbonero y los que, por el contrario, rechazan hasta con violencia todo lo que tenga que ver con lo sagrado.

Recuerdo que en Santiago, después de hacer una diligencia en la Cancillería, me fui a ver unos libros por la Alameda y compré uno muy interesante sobre Moisés, basado no en la Biblia, sino en documentos egipcios.

Tomé un taxi y el conductor me preguntó sobre el libro que estaba hojeando. Le mencioné que versaba sobre Moisés y entonces me pidió mi opinión al respecto. Empecé a decirle que es un tema sobre el que median muchos debates, que van desde la tesis de que no existió hasta lo que sobre él enseña la Biblia, pasando por la conjetura que estaba leyendo, según la cual Moisés fue un príncipe egipcio, un gran general que cayó en desgracia a raíz de la revolución monoteísta que promovió Akhenaton.

Mi interlocutor me interrumpió diciéndome que si yo creía en la Palabra, para qué le daba tantas vueltas a la cuestión. Y en seguida me contó su historia personal, muy edificante por cierto.

Me dijo que en el pasado él llevaba una mala vida que era causa de severos sufrimientos para su familia.  En virtud de  alguna desafortunada circunstancia doméstica, llegó hasta él un pastor cristiano con el mensaje evangélico. La acción de ese discípulo de Cristo cambió radicalmente su modo de vivir. A partir de ese contacto, experimentó la conversión y corrigió sus malas costumbres. Su existencia desde entonces quedó centrada en la Palabra y en su familia.

Por supuesto que no me puse a discutir con él acerca de las dificultades que suscita el tema de las Sagradas Escrituras. Y pienso que salí ganando con la lección de vida que me dio.

También he recibido insultos por concederle importancia al tema religioso, como podrán advertirlo los lectores de este blog si se fijan en algún necio comentario que me llegó.

Creo que hay cuatro grandes temas de debate sobre la religión, a saber: a) en qué consiste; b) cuál es su papel en la vida individual; c) cuál es su papel en la vida colectiva; y d) cuál es su verdad.

Abundan las definiciones acerca de la naturaleza de la religión. Para no entrar en detalles, diré que, a mi juicio, el fenómeno religioso parte de la base de admitir que existe un mundo sobrenatural que se interrelaciona con el que consideramos natural. Un aspecto adicional es la creencia en que ese mundo alberga algo que tiene carácter sagrado, de suerte que la religiosidad postula una escisión de la realidad entre lo sagrado y lo profano.

Hay, sin embargo, opiniones muy diversas acerca de la índole de ese mundo sobrenatural y sus interacciones con el que tenemos a la vista, así como en torno de los objetos a los que debe reconocerse  carácter  sagrado. A propósito de ello, vale la pena preguntarse si hay vida humana que pueda prescindir de  dicha categoría, motivo por el cual acostumbraba a pedirles a mis discípulos que me dijeran si alguno vivía como si nada hubiese sagrado para él.

A partir de esta caracterización de lo religioso, centrada en lo sobrenatural y lo sacro, resulta interesante examinar lo concerniente a las diferencias que median entre ello y la filosofía, la ciencia y las ideologías seculares.

Pienso que, acerca de lo primero, la historia del pensamiento ofrece cuatro posibilidades: la filosofía como racionalización de la religión; la filosofía como sustituto de la religión;  la filosofía como crítica de la religión; y la filosofía como negación de la religión.

Suele afirmarse que la filosofía es un ejercicio de racionalidad acerca de lo real. En la medida que se admita algo de racionalidad en el fenómeno religioso, habrá puntos de contacto entre éste y la empresa filosófica. Pero si se considera que aquél está por  fuera de toda racionalidad, lo religioso quedará en el cesto de lo que los filósofos contemporáneos consideran como carente de sentido.

Curiosamente, en los análisis acerca de las relaciones entre religión y ciencia suele afirmarse que aquélla es la que nos  ofrece enunciados acerca del sentido de la realidad y en concreto de la existencia humana, mientras que el trabajo científico es indiferente a dicha cuestión del sentido. Es lo que lleva entonces a muchos a pensar que en este tema se hermanan metafísica y religión, y que como el mundo del sentido es irracional, una y otra deben arrojarse al mismo cesto.

Es evidente, en todo caso, que las ciencias experimentales se ocupan de parcelas de la realidad tangible, en tanto que la religión parte de la base de que hay una realidad intangible.

Ello pone de manifiesto diferencias insuperables entre ciencia y religión, lo que no significa que la una excluya a la otra. La exclusión procede más bien, por una parte, del fundamentalismo religioso, como el que contrapone la enseñanza bíblica y la teoría de la evolución, y del cientificismo, que como lo señala Tart en “The end of materialism”, representa una visión recortada y estrecha de la verdadera ciencia o ciencia esencial, y constituye, en el fondo, una ideología.

No parece osado afirmar que las ideologías son versiones secularizadas de las creencias religiosas. La negación de la religión conduce, en efecto, a sustituirla por credos que, si bien niegan el ultramundo, erigen entelequias que cumplen funciones similares a las religiosas y a las que se sacraliza, tales como el Estado, la Nación, la Raza, la Clase social, la República, la Revolución, la Razón, la Civilización, la Ciencia o la Humanidad.

Bien dice, por ejemplo, Luc Ferry, que en el mundo contemporáneo se está imponiendo algo así como una religión de lo humano. El hombre vendría así a ocupar el lugar de Dios, cumpliéndose de ese modo la promesa de la serpiente.”…y sereis como dioses…”. En consecuencia, la vieja fórmula de Lucrecio, “Homo homini lupus”, se ve  reemplazada por esta: “Homo homini deus”.

Ya habrá tiempo para volver sobre este tópico. Lo que interesa, por lo pronto, es señalar que la identificación del fenómeno religioso y su deslinde respecto de otros fenómenos culturales no es tan simple como a primera vista  suele pensarse, porque las categorías religiosas penetran de muchas maneras el resto de la cultura. Piénsese, por ejemplo, en que la ciencia moderna sólo ha sido posible en razón de la creencia cristiana en un cosmos ordenado racionalmente por Dios, o en que la idea de dignidad de la persona humana está firmemente enraizada en el concepto paulino que afirma que somos hijos predilectos de Dios y herederos del Cielo.

Tart, que cree en la evidencia de los fenómenos espirituales, manifiesta que ello no significa que adhiera a alguna religión. Y aparentemente está en lo cierto, pues una cosa es afirmar la existencia del espíritu y otra el modo cómo lo concebimos, lo cultivamos y lo ponemos de manifiesto en nuestras vidas.

Lo religioso es  complejo, dado que incluye creencias más o menos míticas, doctrinas teológicas más o menos racionales, normatividades, rituales y organizaciones comunitarias, todo lo cual da lugar a la gran diversidad de sistemas que registra la historia, desde las formas de vida religiosa de las comunidades primitivas hasta las religiones superiores.

Ahora bien, como  hay quienes, por distintos motivos, no se sienten a gusto con los credos establecidos, suele presentarse entonces el caso de gente que prefiere cultivar una espiritualidad más íntima y difusa. Pero queda la duda de si por esa vía se abren espacios para nuevas formas de religiosidad, tal como se está viendo ahora con la llamada Nueva Era.

Estas consideraciones entroncan con el segundo gran tema de  debate acerca de la religión, esto es, el papel que  juega en la vida personal.

Las personas religiosas consideran que sus creencias y prácticas son centrales en sus vidas, pues las ordenan y les confieren sentido. Piensan que no es posible vivir sin religión y no conciben cómo pueden hacerlo los indiferentes y los ateos. Pero éstos, a su vez, consideran que la religiosidad es un obstáculo para vivir a sus anchas. Según su punto de vista, los creyentes viven enajenados y son infelices o, por lo menos, experimentan una tranquilidad ilusoria.

Tengo un amigo que dejó la religión porque, según él, lo llenaba de miedo. Cambió el consejo del sacerdote por la consulta al psicoanalista, lo que, de entrada, le resultó bastante más oneroso. Pero dudo mucho que el cambio le hubiese reportado la paz interior que buscaba, pues el psicoanalista lo instó a que bebiera , de  modo que perturbó su vida familiar y lo llenó de desasosiego.

Tengo la impresión de que quienes rechazan el mundo etéreo e incierto de las creencias religiosas para sumergirse en el de las interpretaciones psicoanalíticas y la exploración de ese Hades que es el subconsciente, no ganan mayor cosa en claridad, aunque afirman que al perder el sentimiento de culpa se sienten más aliviados. Pero conviene preguntar si ese sentimiento juega un papel decisivo en el fenómeno de la trascendencia, es decir, en el paso de los estados mentales ordinarios a los estados mentales superiores, pues el que nada se reprocha en nada mejora.

¿Son mejores y más felices los individuos religiosos que los irreligiosos? ¿Superan éstos a aquéllos en calidad humana y en plenitud vital?

Al enfrentar estas preguntas advierte uno los riesgos de las generalizaciones. De hecho, sólo es posible abordarlas a partir de distingos y matices, porque hay religiosidades e irreligiosidades trágicas, como también unas y otras pueden aportar tranquilidad y seguridad en la vida cotidiana, aunque siempre relativas.

Pero es lo cierto que para muchos la religión es una necesidad vital y ello es asunto que no se explica fácilmente a través de  hipótesis como la del infantilismo psicológico, la superación del miedo, los traumas inconscientes o la tendencia al delirio. Además, según se observa en  procesos de recuperación como los de A.A. y otros análogos, la creencia en un Ser superior, de cualquier modo como se lo conciba, es condictio sine qua non de su éxito.

Algo hay, entonces, que amerita una exploración más profunda.

El tema de la incidencia de la religión en la vida colectiva ofrece otras perspectivas analíticas. Ahí no se trata de los beneficios o los perjuicios individuales de la religiosidad o la irreligiosidad, sino de los efectos sociales de una y otra.

Un dato histórico incontrastable es la ubicuidad de la presencia de las religiones en todas las comunidades humanas. Ello da pie para que se afirme, como lo hacen los conservadores, que la religión es un elemento necesario del orden social.

Una observación de Ricoeur  se orienta en el mismo sentido: toda civilización, a su juicio, surge de un impulso hacia lo alto, esto es, de tipo religioso. Y si se explora lo concerniente al origen de la comunidad, el fundamento de la autoridad,  la validez del ordenamiento jurídico y la genealogía de la moral, inevitablemente se llegará al de la vigorosa influencia de la religión en las sociedades.

Los liberales de antaño, con no poco cinismo, les daban cierta razón a sus rivales conservadores, cuando en la práctica mantenían el espíritu religioso en sus hogares, con el fin de garantizar la fidelidad de las esposas y la honestidad de las hijas.

Pero, según su punto de vista, la religión no pasaba de ser algo apropiado para mentes infantiles y femeniles. O, como lo postuló la Ilustración, una etapa previa a la de la mayor edad de la Civilización, que sería más bien la de la Razón y la Ciencia.

El célebre opúsculo de Kant en defensa de la Ilustración es algo así como el catecismo de la Modernidad. A su juicio, el hombre maduro es un librepensador y ésta condición significa que sus creencias y prácticas se fundan exclusivamente en la Razón, no en la autoridad, la tradición, la convención ni, muchísimo menos, en la religión. Por consiguiente, una sociedad emancipada y evolucionada prescinde de las creencias y las prácticas religiosas, a las que ve como lastres de un pasado que es necesario superar.

Agréguese a lo que precede el tópico de la tolerancia. El prejuicio dominante, del que da cuenta el discurso de Vargas Llosa al recibir el Premio Nobel de Literatura, afirma que la religiosidad es fuente de intolerancia, de persecuciones y de conflictos, como si pudiésemos identificar con toda claridad el origen de estos rasgos patológicos e imputarlos solamente a una mentalidad primitiva.

Sobre estas premisas, se plantea la necesidad social de erradicar la religión o, al menos, la de restringirla exclusivamente al ámbito de las inevitables necedades privadas.

¿Que tan firmes son esas premisas? ¿Si será cierto que la evolución de la humanidad pasa por los tres célebres estadios de la Mitología, la Metafísica y la Ciencia positiva? ¿De qué Razón se trata cuando la contraponemos al Mito y la entronizamos en lugar de Dios? ¿Es de veras libre el que se dice librepensador? ¿Es más acorde con la índole del ser humano la sociedad moderna que las tradicionales y las primitivas?

Todas las discusiones que menciono derivan en la última y más importante de todas: ¿cuál es la verdad de la religión?

No hay comentarios:

Publicar un comentario