sábado, 26 de marzo de 2011

Casi toda la verdad: periodismo y poder

Acabo de terminar la lectura del libro que con este título publicó María Isabel Rueda con conversaciones con los cinco grandes de su generación sobre los acontecimientos que han estremecido a Colombia en los últimos 25 años.

La autora ganó con el libro el Premio de Periodismo Planeta 2010.

Creo que merecía la distinción. Es un libro muy interesante, ágil y fecundo en observaciones acerca de lo que ha sucedido en nuestro país en un cuarto de siglo pródigo en acontecimientos funestos, basadas en el testimonio directo de algunos de los periodistas más influyentes.

Por supuesto que estas publicaciones suscitan de entrada preguntas que suelen quedar sin respuesta, como la de por qué limitarse a los testimonios de Enrique Santos, Juan Gossaín, Yamid Amat, Felipe López y la propia María Isabel Rueda, que presta su voz a un gran ausente: Álvaro Gómez Hurtado.

Pienso que en la selección influyó el criterio en cuya virtud lo que no se registra en Bogotá simplemente no sucede o no es digno de mencionarse.

De ese modo, la voz de la provincia queda por fuera de toda consideración. Simplemente, se parte de la base de que sólo la capital ha aportado voces que merecen destacarse como “grandes” en la generación que a lo largo de dos décadas y media ha asumido por sí y ante sí la tarea de orientar a la opinión pública colombiana.

No ocurría así en otras épocas, cuando la prensa regional estaba en manos de personajes sobresalientes que efectivamente ostentaban la vocería de sus comunidades e influían con decisión sobre ellas.

Llama la atención, además, que no todos los que desde la capital se han considerado a sí mismos como importantes merecieron que María Isabel los distinguiera llamándolos a participar en su libro. Es, por ejemplo, el caso de Darío Arizmendi, cuya ausencia encuentra una velada explicación en ciertos pasajes relacionados con su actitud al servicio de un grupo económico y en torno de  los escándalos del gobierno de Samper.

Demos por sentado, pues, que ahí están todos los que son: Álvaro Gómez Hurtado en el transfondo, Enrique Santos por El Tiempo, Juan Gossaín por RCN, Yamid Amat por varios medios, Felipe López por Semana y, desde luego, María Isabel Rueda, que ha pasado por la prensa diaria, los semanarios, los radioperiódicos y la televisión.

¿Qué tienen en común todos ellos?¿Cuál es su origen social?¿Cómo fue la formación de cada uno?¿Cómo llegaron a ser grandes en su generación?¿Qué le han aportado a Colombia?¿Qué dejan como legado para la historia?

María Isabel Rueda, Juan Gossaín y Yamid Amat vienen de la provincia y descienden de inmigrantes, pues María Isabel tiene una abuela rusa, Juan Gossaín es de origen semítico por parte y parte, y Yamid Amat es hijo de palestino y boyacense. A todos les ha tocado luchar a brazo partido para salir adelante y ese es un dato que merece retenerse para efectos de consideraciones adicionales.

Gómez Hurtado, Santos y López, en cambio, representan el “establishment” político bogotano. No hablemos de linajes, que son siempre discutibles entre nosotros, pero sí de la posición de preeminencia con que los dotó la buena fortuna. Todos ellos recogieron sus respectivas herencias y las supieron administrar.

Es claro que las visiones de quienes siempre han estado en la cúspide de la jerarquía social y las de los recién llegados a  la misma tienen que exhibir diferencias, así sean sutiles. No es lo mismo llegar a ser un grande de su generación después de haber sido “cargaladrillos”, como  les sucedió a María Isabel, Gossaín o Yamid, que ostentar esa jerarquía casi que en razón de un derecho de nacimiento, como en los demás casos.

Pero, más allá de los raseros que invitan a clasificarlos dentro de algunas categorías explicativas o justificativas, median las peculiaridades individuales de cada uno, sin cuya consideración no podrían entenderse sus protagonismos. Si todos alcanzaron a situarse en lugar destacado dentro de un ámbito tan difícil como  el de los medios de comunicación, ello se debe a  cualidades sobresalientes de varia índole.

Sólo a dos de ellos cabe considerarlos prima facie como ideólogos: Gómez Hurtado y Santos.

El primero, de clara raigambre conservadora y católica, algo que está desapareciendo en el panorama intelectual de Colombia. El segundo, en cambio, ha sido un diletante que supo hacer el tránsito desde una cómoda posición de izquierda de clase alta –uno de los llamados revolucionarios de El Chicó- hacia lo que él mismo ha denominado el “Centro-centro”, que es si se quiere la tendencia dominante en los dirigentes colombianos de los últimos años, que ya no se identifican como liberales o conservadores, ni como de derecha o de izquierda. Su espectro conceptual es bastante más difuso y, Deo volente, tal vez en otra oportunidad me ocuparé de trazar sus rasgos distintivos.

María Isabel, Yamid y López no se interesan por los pormenores de la ideología ni del activismo político. Todos ellos se autodefinen como periodistas. Les interesan los medios, el influjo sobre la opinión, el ejercicio de la información.

El de Gossaín es un caso aparte. Declara que no es un opinador ni un informador, sino un literato perdido, por las necesidades vitales, en el mundo de los medios. Sólo en él se conserva la vieja tradición que en Colombia hermanaba el periodismo y las bellas letras. Es algo que lo destaca, como luego lo diré.

Desde el punto de vista de la formación, sus respectivos perfiles difieren notablemente. Gómez fue un abogado que no ejerció su profesión, lo mismo que María Isabel. Santos es filósofo. López, economista. Gossaín y Yamid vienen de la universidad de la vida.

A todos les ha correspondido estar en primera fila, bien como espectadores, ora como protagonistas, en uno de los períodos más convulsionados de la historia colombiana.

Aunque la fijación de mojones históricos es cosa bastante relativa e incierta, no parece desacertado señalar que la masacre del Palacio de Justicia en noviembre de 1985 cerró  una época y dio comienzo a otra que parece haber terminado con el segundo gobierno de Uribe.

Cinco presidentes ocuparon la Casa de Nariño a lo largo de esos años procelosos: Betancur, Barco, Gaviria, Samper, Pastrana y, por supuesto, Uribe.

Hay un largo tema de por medio acerca de cómo llegaron a la jefatura del Estado, cuáles fueron sus fortalezas y debilidades, qué representaron frente a la opinión, cómo actuaron, cuáles fueron los rasgos comunes y los diferenciales de sus respectivos ejercicios políticos, cuál fue en definitiva el legado histórico de cada uno de ellos.

A Betancur le tocó sufrir el fracaso de un bien intencionado proceso de paz con los grupos subversivos que se liquidó en medio de las llamas que destruyeron el Palacio de Justicia. Barco hubo de afrontar la guerra del Cartel de Medellín. Gaviria asumió la empresa quizás baldía de un cambio institucional sin precedentes. Samper experimentó en grado sumo la ingobernabilidad causada por las denuncias sobre la financiación de su campaña presidencial con fondos del Cartel de Cali. A Pastrana le correspondió padecer el gran engaño del Caguán. Uribe, en fin, batalló a diestro y siniestro para devolverle la esperanza a Colombia. Digámoslo de una vez, es un libertador.

Esta secuencia histórica transcurrió en medio de fenómenos tan deletéreos como el crecimiento  paralelo de la guerrilla y el paramilitarismo, la acción expansiva del narcotráfico, el debilitamiento de los partidos históricos y de la institucionalidad, los magnicidios y las masacres, los desplazamientos forzados, la expansión de la red de complicidades que denunció Gómez Hurtado, la corrupción rampante, el hundimiento de la conciencia colectiva, un sufrimiento moral inenarrable.

A decir verdad, no podemos decir que con Uribe se vivió un “Happy end”, pero sí hubo un giro que no pocos han saludado con optimismo; entre ellos, Felipe López.

¿Cómo negar, en efecto, que Uribe viene de entregarle a Juan Manuel Santos un país muchísimo mejor que el que recibió de manos de Pastrana en agosto de 2002?¿No es evidente que ahora estamos entrando en una promisoria Nueva Era que ojalá no se frustre por obra de la ludopatía presidencial?

Los presidentes son algo así como convidados de piedra en estos diálogos. Algunos quedan muy mal por sus “pataletas”, sus torpezas y sus manipulaciones. Ninguno exhibe, es cierto, el perfil de los reyes villanos que delineó Shakespeare en sus tragedias históricas, pero sólo en uno hay mística, precisamente el que los medios hoy están en trance de sacrificar ante la historia.

El libro de María Isabel anuncia el examen de la muy difícil relación que hay entre periodismo y poder, a través de sus conversaciones con los llamados “grandes de su generación”. Pero el modo de llevarlas a cabo no se presta a la sistematización. Más bien diría uno que ofrece un atractivo abrebocas que permitirá más adelante abordar tan delicado asunto  en profundidad, pues no son pocas las cosas importantes que se quedaron dentro del tintero o que apenas se mencionaron y no fue posible  desmenuzar, como, por ejemplo, el papel de los grandes grupos económicos en la estructura del sistema informativo o la influencia que pudieron ejercer los dineros mal habidos en la creación y la expansión de algunos medios.

No hay que olvidar que se trata de una época en que el periodismo cobró nítidos perfiles empresariales y se convirtió definitivamente en un gran negocio.

Álvaro Gómez -el gran homenajeado- y los entrevistados, han sido sus amigos. Se nota su afecto por ellos e incluso su gratitud. Es una mujer de buena pasta de la que no se esperaría que obrase frente a ellos con la saña de una Oriana Fallaci, ni muchísimo menos con la mala intención y la no menos mala educación que frente a sus entrevistados ponen de manifiesto un Darío Arizmendi o un Félix de Bedout.

No busca ponerlos entre la espada y la pared. Prefiere dejarlos hablar acerca de sus experiencias y sus puntos de vista. Sólo por excepción y con mucho respeto, procede a presentar algunas aclaraciones o perspectivas diferentes de las que ellos ofrecen.

En todo caso, “quod scriptum, scripti est”. En consecuencia, lo dicho en el libro ofrece un rico filón que permita más adelante   emprender exploraciones, extraer conclusiones y formular comentarios adicionales acerca de lo dicho entre líneas, de modo que pueda penetrarse más cuidadosamente el trasfondo de acontecimientos y tendencias que ahí quedaron registrados.

Volveré sobre el asunto, no sin antes declarar mi admiración por Juan Gossaín. Si alguno de estos reportajes merece que se lo estudie a fondo en las escuelas de periodismo y ofrece lecciones imperecederas acerca del ejercicio digno del oficio, es precisamente el de Don Juan.

Sintetizo algo que considero memorable: el periodismo aporta la ética de la verdad; la política aporta el cinismo de la manipulación de la verdad.

Es el  que más insiste de modo rotundo en la necesidad de preservar sin cortapisas ni esguinces la dimensión ética del periodismo, no sólo en lo tocante con la veracidad y la imparcialidad de la información o la seriedad del comentario, sino con la transparencia de las relaciones de los medios con el poder político y el poder económico, o la de las que ahora están sobre el tapete de las grandes discusiones públicas: las que se dan entre la prensa y la justicia.

Contrasta el idealismo de Gossaín con el pragmatismo rayano en lo cínico que exhibe López Caballero, cuya visión acerca del colombiano común y corriente coincide con la del contratista Nule:

“…Colombia es un país medio paramilitar, medio narcotraficante, medio rebuscador, medio ladrón, medio evasor de impuestos…”(pág. 266)

Dicho de otro modo,  la corrupción y la violencia son datos genéticos del colombiano a los que probablemente hay que adaptarse si se quiere triunfar en la vida. Nada, entonces, de educar y mejorar a los pueblos, sino más bien de aprovechar sus debilidades. Algo que, según leí hace poco en otra parte y sobre otro tema,  es precisamente constitutivo de lo diabólico.

2 comentarios:

  1. De acuerdo con su análisis.
    Es un buen libro y Ma. Isabel es una excelente entrevistadora, aunque hay asuntos en los que se queda corto, y se echa de menos una mayor autocrítica. Está ausente, por ejemplo, el tema de la responsabilidad pública de los medios en lo que informan y en lo que callan.
    Cordial saludo,
    I. Garzón.

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  2. Antonio Sánchez P.5 de abril de 2011, 9:30

    Don Jesús:

    No es un secreto que Planeta le dice a un periodista conocido que escriba un libro más o menos de actualidad, para darle un premio. Eso pasó con la señora Rueda, y antes con Mauricio Vargas.

    El libro de María Isabel Rueda es un compendio de chismografía. Tiene una que otra anécdota valiosa, pero ante todo, es un texto que sirve para que cuatro señorones del poder periodístico se saquen clavos y se pullen unos a otros.
    Bueno: también retrata cómo se ha manejado la politiquería, la mecánica de los nombramientos y la injerencia de los periodistas en la burocracia.
    Me parece, en fin generosa su reseña del libro. Porque efectivamente es un libro agradable de leer, pero eso no es lo mismo a que sea un libro destacable.
    Saludos,

    Antoniol Sánchez P.

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