Espiritualidad, religiosidad y moralidad (VIII)
La ideología dominante en la actualidad, lo que Tart llama el “Credo occidental”, contiene elementos materialistas, racionalistas e individualistas.
Una buena muestra es “La Partícula Divina”, libro escrito por el Premio Nobel de Física Leo Lederman en colaboración con Dick Teresi, que vuelve a la vieja tesis atomista de Demócrito, pero adaptándola a la física subatómica. Según su punto de vista, se postula que sólo existen partículas subatómicas y combinaciones de ellas. Dicho de otra manera, todo lo que existe se reduce a combinaciones de dichas partículas.
Pero como estas afirmaciones son tema de un discurso, los filósofos postmodernos las corrigen diciendo que sólo existen cosas materiales y, además, discursos acerca de ellas (Badiou). Esos discursos, según se cree, se articulan conforme a reglas de formación más o menos arbitrarias que carecen de todo vínculo con la realidad y cuyos contenidos son imaginarios.
Lo material y lo imaginario serán, entonces, los dos referentes de nuestro universo mental.
Por supuesto que no todos los científicos y filósofos de la ciencia admiten que ésta consiste en discursos referentes a construcciones imaginarias, pues resulta difícil hablar de que su esfuerzo intelectual no versa sobre lo real, sino apenas sobre imágenes mentales que quizás sólo por coincidencia accidental se fundarían en lo que verdaderamente existe.
Estas ideas, que constituyen moneda corriente en los medios ilustrados o que pasan por tales, difieren muchísimo de las que profesan las grandes multitudes, para las cuales lo real incluye elementos materiales y espirituales, y el trabajo intelectual es una operación del espíritu que procura desentrañar la esencia de la realidad.
No obstante ello, las minorías que se consideran ilustradas imponen, bajo diversos subterfugios, su credo materialista, racionalista e individualista a través de los medios de comunicación, la educación, la legislación, la administración pública, la jurisprudencia y el activismo social, sobre las grandes mayorías que piensan y sienten de otras maneras.
Hay, de ese modo, distintas moralidades: las de las minorías dominantes y las de las mayorías silenciosas.
Es claro que estas discordancias morales no sólo ponen en cuestión la racionalidad de los sistemas que se autodenominan democráticos, sino que generan fisuras que podrían afectar su estabilidad e incluso su supervivencia.
Un libro de mediados del siglo XX que conserva sin embargo actualidad, “Las ideas tienen consecuencias”, de Richard M. Weaver, reeditado en 2008 por Ciudadela en Madrid, trata sobre los efectos que a corto, mediano y largo plazo producen los planteamientos filosóficos que a partir de círculos relativamente estrechos van permeando la cultura hasta que terminan imponiéndose como vigencias sociales, vale decir, como tesis dominantes en las comunidades.
Pues bien, dejando de lado los conflictos que inevitablemente ya se están produciendo por la obstinación de imponer por a o por b el “Credo occidental”, conviene preguntarse acerca de lo que sucedería si las masas terminaran profesándolo.
Si el discurso moral es meramente imaginario, si no hay fundamento alguno racional para obrar en un sentido o en otro, si cada uno es soberano para elegir sus opciones de vida, si no hay verdades morales, ¿cómo hacer que las vidas individuales no se desperdicien y que las colectividades puedan convivir en armonía?
Unos pocos se solazan con el nihilismo, afirmando que en el riesgo están la verdadera libertad y la verdadera dignidad del ser humano. Para ellos, vivir peligrosamente es la consigna, dizque lo que constituye la grandeza humana.
Pero cuando se observa lo que sucede en los suburbios de una ciudad como la nuestra, en los que se vive pensando que “No nacimos para semilla” y, como si se tratase de heideggerianos vulgares, los jóvenes afirman que somos seres para la muerte, resulta difícil sostener que ahí se encuentran ejemplos edificantes de grandeza y dignidad, pues hasta los escritores depravados que hoy están de moda se escandalizan ante los excesos que se presencian en esas comunidades.
Ellos invocan el derecho a la depravación, pero sólo para los de sus círculos y no para la gente del común, pues si así fuera sus costumbres disolutas perderían el encanto de lo prohibido. Intuyen, además, que el desorden sólo parece tolerable en medio del orden, pues si se lo generaliza termina aniquilándose a sí mismo.
Ahora bien, si no hay modelos morales válidos sea porque la revelación divina los impone, ya porque se inspiren en la naturaleza, en las tradiciones culturales o en una racionalidad universal, y si todos los modelos adoptados por las sociedades son imaginarios y arbitrarios, el campo moral quedará librado a toda clase de experimentos, como los que ahora se están promoviendo en materia de matrimonios homosexuales o adopción por parte de parejas de esa índole, así como en los reclamos de derechos fundamentales como los que nuestra Corte Constitucional por vía jurisprudencial ha consagrado acerca del porte de dosis mínimas de sustancias adictivas o la dotación de Viagra para los que deseen tener relaciones sexuales placenteras y no pueden porque la fisiología las impide o dificulta.
Es bien sabido que los modelos y los ejemplos juegan un papel muy significativo en la vida moral. Pero si se llega a la conclusión de que todos ellos son, por así decirlo, convencionales, artificiales o arbitrarios, perderán toda eficacia pedagógica.
Estas creencias acerca de la aleatoriedad de las formas de vida y el valor de igualdad con que se las estima a todas ellas proceden de ciertos planteamientos filosóficos que, en un comienzo, no llegaban hasta ese punto, pero que por obra de la evolución de las ideas, las sensibilidades y los talantes se fueron transformando hasta dar lugar a conclusiones quizás inesperadas e indeseables para quienes en un principio los formularon.
Es asunto cuyo examen dejaré para más adelante.
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