Espiritualidad, religiosidad y moralidad (VI)
En un escrito anterior sugerí que los temas morales pueden abordarse desde varias perspectivas, al tenor de las cuales cabe examinarlos, por una parte, como meros hechos susceptibles de descripción, sistematización, explicación e incluso manipulación, o bien, por otra, a la luz de la reflexión filosófica que indaga por su racionalidad.
La primera perspectiva es propia de lo que los positivistas solían llamar “Ciencia de las costumbres”, que es hoy un capítulo de la Antropología Cultural.
Ya en la Grecia clásica, a partir sobre todo de las finas observaciones de Herodoto acerca de la diversidad de costumbres de los países que visitó, los sofistas consideraron que esa era la única perspectiva posible para el estudio de la moralidad, lo que los llevó a postular un relativismo que ahora a vuelto a ponerse de moda tanto en los círculos académicos como entre la gente del común.
Pero en esa época, de igual manera que en la actual, ha quedado pendiente la cuestión de saber si tras esa diversidad de costumbres hay un fondo común a partir del cual podría hablarse de una moralidad natural.
Es tema que dejaré de lado en esta oportunidad.
Lo que interesa por lo pronto es señalar que en toda sociedad hay actitudes y comportamientos que se señalan como admirables o censurables, lo que lleva bien a sacralizar los primeros, ya a demonizar los segundos. De ese modo, hay paradigmas, modelos, pautas de organización, de relación y de conducta que se imponen como exigencias obligatorias o por lo menos como recomendaciones de buen vivir, mientras que a otros se los desaconseja, se los excluye y hasta se los condena.
En el fondo de estas tendencias sociales se advierte, por una parte, la presencia de lo sagrado, que es merecedor de veneración, y por otra, la de lo maligno, que se considera ominoso y, por consiguiente, fuente de males y destrucción.
Hasta en las sociedades contemporáneas se presentan estas contraposiciones o polaridades culturales, sólo que lo admirable y lo censurable, lo sagrado y lo demoníaco, se identifican y valoran de modo diferente.
En el hecho de la moralidad hay que considerar las ideas y los sentimientos, así como las conductas.
Todos tenemos ideas y experimentamos sentimientos morales. Igualmente, todos aspiramos a comportarnos de modo moral. a menudo lo hacemos tratando de ajustarnos a cánones recibidos del entorno social. Pero en otras ocasiones nos rebelamos contra esos cánones y buscamos introducir innovaciones en la moralidad colectiva, procurando imponer sea por la vía del ejemplo, ya por la de la acción pública, lo que creemos que debe ser la verdadera moralidad.
Las ideas morales de la gente común y corriente suelen ser muy simples y, como lo he señalado, no dejan de ser contradictorias e incluso superficiales y hasta arbitrarias.
Traigo a colación acá a Marvin Harris, con cuyo materialismo cultural desde luego que se puede disentir, para señalar que en su “Antropología Cultural” ofrece agudas observaciones sobre la discordancia entre las ideas y las prácticas morales de las sociedades, así como acerca de los subterfugios más o menos inconscientes que las mismas ensayan para esconder o justificar esas discordancias.
Muchos creen que tanto las ideas como los comportamientos obedecen al estímulo de los sentimientos morales, por lo cual éstos suministrarían la clave de la explicación de unas y otros.
Por ejemplo, Martha Nussbaum, en su “Justicia Poética”, pone énfasis en el papel de los sentimientos acerca de lo justo y lo injusto en el desarrollo del derecho. Y no anda descaminada, pues, por ejemplo, en últimas toda la concepción de los derechos humanos reposa sobre los sentimientos de piedad que están en la base del Cristianismo, del Budismo y en general de las religiones, así como en filosofías explícitamente irreligiosas como la de Schopenhauer. Es un tema en que insiste Lévinas: si se mira al prójimo a los ojos, no podremos eludir el sentimiento de comunidad con él.
La “Historia de la Moralidad Occidental”, de Crane Brinton (Losada, Buenos Aires, 1971), es un buen ensayo acerca del desenvolvimiento del hecho moral en nuestra civilización. Destaco especialmente los últimos capítulos, en los que pone de manifiesto la oposición radical que media entre la moral de la Ilustración y la del Cristianismo, lo que es decisivo para entender conflictos morales insolubles como los que hoy se presentan acerca de la familia, la sexualidad y el orden de las costumbres en general.
Pero, una cosa es la consideración, por así decirlo, científica de la moralidad; otra, el análisis filosófico de la misma.
Acá la pregunta va más al fondo de las cosas y se plantea en los términos en que la formuló Kant: ¿Cómo debemos obrar, no ya desde la perspectiva de las normatividades que nos impone la cultura o la de nuestros propios sentimientos e intereses, sino desde la de la racionalidad?
Dicho de otro modo, ¿cuál es la base racional de los imperativos morales? ¿Es posible formular una moral racional válida para todo ser humano en todo tiempo, lugar y circunstancia? ¿Cabe hablar de una verdad moral?
Hay quienes consideran que, mientras la moral es el sistema de ideas, sentimientos y prácticas que efectivamente adoptan los seres humanos en torno de lo que valoran como digno de encomio o de censura, la ética es la reflexión racional acerca de esos hechos morales.
Personalmente, creo que es una buena distinción, pero está lejos de ser reconocida tanto en los medios académicos como en el lenguaje corriente, en el que ambos términos se utilizan bien como si fuesen sinónimos, ya como si fuesen análogos, reconociendo en este caso alguna diferencia entre ellos.
La “Historia de la Ética”, de Alasdair MacIntyre (Paidós, Barcelona, 2006), se mueve en esta segunda dirección. Su tema ya no es el estudio de la evolución y las distintas manifestaciones de los comportamientos morales, a la luz de las ideas y los sentimientos vigentes en las sociedades, sino la consideración de los esfuerzos que han hecho los filósofos por criticar desde el punto de vista racional las prácticas morales efectivas y buscar el fundamento igualmente racional de lo que debería ser la conducta óptima de los seres humanos.
Alguna vez leí en un texto de Raymond Aron que no tengo a la mano, que a su juicio el origen de la filosofía en la Grecia clásica se vincula precisamente con la preocupación por sustentar un orden racional de la vida, tanto en sus aspectos íntimos o particulares como en los colectivos y principalmente los políticos.
Insinué en otra oportunidad que este esfuerzo filosófico se ha orientado básicamente en cuatro direcciones, a saber:
- La racionalización de la religión, es decir, el intento de presentar racionalmente los contenidos morales de las tradiciones y las doctrinas religiosas que han servido de fundamento de la ordenación de las sociedades. Es la gran aspiración de la filosofía cristiana, sobre todo la de Santo Tomás de Aquino y sus seguidores.
- La sustitución de la religión por la filosofía, tal como se observa en Sócrates y su discípulo Platón, así como en los estoicos.
Aquél es un crítico severo de la religiosidad dominante en su época y aspira a que el orden de la vida individual y comunitaria se ciña a una racionalidad de carácter metafísico. En Platón el tema se plantea explícitamente cuando se pregunta por las ventajas de vivir de acuerdo con la filosofía en lugar de hacerlo según las tradiciones y las concepciones religiosas establecidas.
Platón es fuertemente espiritualista. No así los estoicos, cuya lex naturalis tiene más bien una connotación materialista o, como su nombre lo indica, naturalista.
En distintas publicaciones y conferencias de Luc Ferry, en las que sostiene que con la filosofía nos salvamos del miedo por obra de nosotros mismos y de la razón, sin necesidad de un ser trascendente ni de la creencia en lo ultramundano, se retoman en lo sustancial estos planteamientos, pero con otros matices.
Ferry habla explícitamente de promover una religión de la humanidad, poniendo al hombre en el lugar que las religiones tradicionales le asignaban a Dios.
De algún modo, esta es la tónica de la Masonería, que busca sustituir la religión teocéntrica por la antropocéntrica.
Es tema de enorme importancia para la comprensión de la actualidad y que puede consultarse en “La Trama Masónica”, de Manuel Guerra (Styria, Barcelona, 2006).
- La crítica de la religión y de la metafísica, que se asimila a aquélla.
Es la nota dominante de la modernidad occidental, que culmina con el intento algo curioso, por decir lo menos, de establecer una religión positiva, fundada en la ciencia y desligada de toda trascendencia. Es lo que quisieron implantar Comte y sus seguidores, de lo que queda huella en algún templo positivista que hay todavía en Brasil.
Acá hay una diferencia sustancial con la segunda postura, pues se considera que la ciencia experimental, la que en el siglo XIX se llamaba ciencia positiva, puede ofrecer fundamentos sólidos para ordenar tanto los comportamientos individuales como la institucionalidad de las sociedades. En consecuencia, el psicólogo y el psiquiatra se transforman en moralistas, y la política y el derecho quedan a merced de los científicos sociales, principalmente los economistas.
El citado Luc Ferry descree de esta opinión y piensa que la filosofía aun está en capacidad de suministrar sus propias orientaciones desde el punto de vista racional acerca del asunto decisivo de cómo debemos vivir y convivir.
- La negación de la religión, actitud según la cual ya no se somete la religión a crítica racional con miras a mejorarla o aprovechar los aspectos rescatables de ella, sino que se la quiere erradicar no sólo del panorama intelectual, sino del existencial.
Leo, por ejemplo, en los comentarios a la crónica que publicó The Independent acerca de la estupenda película “El Rito”, que me hizo llegar mi gran amigo José Alvear Sanín, que un lector afirma ahí que “la religión es la mayor enemiga de la humanidad”, a lo que sabiamente responde otro diciendo que de ninguna manera puede considerarse a Jesucristo como un enemigo del género humano.
Ferry es respetuoso de la religión, aunque no la comparte. Aspira a ofrecer un sustituto racional más creíble, a su juicio, que los estímulos y consuelos que ella le brinda a la humanidad, pero no la desprecia ni, muchísimo menos, la odia.
El cientificismo y las corrientes dominantes en la filosofía contemporánea, en cambio, adoptan una actitud que ya no es meramente irreligiosa, sino francamente antirreligiosa.
Es el signo distintivo de la postmodernidad, que prolonga la denuncia de la alienación religiosa que formuló Marx, la actitud desafiante de Nietszche y las tesis de Freud acerca del carácter delirante de las ideas de la religión. Así se advierte en escritos que pululan ahora y gozan de cierta notoriedad, en los que se hace la apología del ateísmo e incluso de la amoralidad.
A la luz de lo que precede, se observa que en las sociedades tradicionales hay una fuerte tendencia a vincular la religiosidad y la moralidad, tendiendo a veces entre ambas el puente de la racionalidad, mientras que en las modernas se busca dejar de lado la religiosidad y se hace depender la moralidad exclusivamente de la racionalidad, cuando no se la vincula más bien con lo irracional, como lo hacen los que sostienen el escepticismo moral.
Los continuos religiosidad-moralidad o religiosidad-racionalidad-moralidad llevan implícito el componente de la espiritualidad, pues toda religión es espiritualista, aunque no siempre se coincida acerca de en qué consiste el espíritu, qué papel juega y cómo se lo desarrolla.
En cambio, el continuo racionalidad-moralidad no implica necesariamente la espiritualidad. En unos casos, ésta se concibe como la base de la racionalidad; pero, en otros, se plantea que la razón no presupone el espíritu, según lo cree el pensamiento dominante hoy en día, lo que Tart llama el “Credo Occidental”.
Resumiendo, para la tradición, cuando se define al hombre como animal racional se está diciendo que su racionalidad es un atributo espiritual, la “chispa divina” de que hablaban los griegos. En cambio, para modernos y postmodernos el carácter racional del hombre es apenas un presupuesto lógico (Kant), un dato bio-psicológico que resulta de la evolución de la especie o una categoría cultural de índole incierta.
No faltan, incluso, los que ponen en duda que el hombre sea definible como animal racional, habida consideración de la fuerza de las tendencias irracionales que lo dominan y el modo como ellas obran sobre su precaria racionalidad. Es lo que sostienen los tres grandes maestros de la sospecha, Marx, Nietszche y Freud, así como, en general, los escépticos morales.
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