lunes, 10 de mayo de 2010

Seguridad y Legalidad (II)

Para las sociedades tradicionales, el tema de la seguridad es ante todo de interés colectivo y pone en juego la dialéctica comunidad-individuo, inclinando la balanza en favor de la primera hasta el punto de que los intereses del segundo tienen que ceder ante las exigencias de la primera, incluso en asuntos graves que ponen en juego la vida, la libertad y la propiedad.

Pero con el advenimiento del Liberalismo las cosas cambian. Para los filósofos y los juristas liberales la seguridad es un derecho individual. Su contenido es precisamente la  protección de esos intereses básicos atrás señalados. De ahí que en la Constitución de los Estados Unidos se disponga que nadie puede ser privado de la vida, la libertad o la propiedad sin que medie un debido proceso legal. Y la célebre  Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano menciona entre ellos, de manera muy destacada, la seguridad, que dentro de este contexto se mira como una garantía no sólo contra ataques provenientes de terceros, sino del Estado mismo y sus autoridades.

A lo largo del siglo XIX la crítica conservadora contra la concepción liberal de los derechos señalaba precisamente que con ella se debilitaba la protección de la sociedad frente a  los delincuentes y no se garantizaba adecuadamente el orden público.

En el caso colombiano, los gobernantes liberales del siglo XX fueron en general bastante conservadores en lo concerniente al manejo de dicho orden. En efecto, no tuvieron mayores escrúpulos ideológicos para hacer uso de los recursos con que los dotaba la Constitución de 1886 para preservar el orden público y restablecerlo donde fuere turbado, si bien es cierto que fue por iniciativa de su partido que en 1968 se introdujeron correcciones muy significativas a la figura del Estado de Sitio, como la revisión automática de la constitucionalidad por la Corte Suprema de Justicia de los decretos dictados bajo ese régimen y la creación del Estado de Emergencia Económica, destinado a hacer frente a las situaciones sobrevinientes que afectaban el orden público económico.

Principalmente por la influencia del M-19, en la Constitución de 1991 se introdujeron modificaciones sustanciales al régimen de la seguridad pública. Como yo he sido crítico severo y pertinaz de ese estatuto, al que denomino el Código Funesto, no me resulta difícil adjudicarle una fuerte dosis de responsabilidad por el grave deterioro de la seguridad que hemos experimentado en las dos últimas décadas.

Bajo su imperio, los gobiernos han quedado con las manos atadas para actuar contra los agentes del desorden, pues carecen de los instrumentos jurídicos adecuados para enervar sus acciones ilegales y no cuentan con la colaboración armónica que deberían prestarles las autoridades judiciales para que haya en el país pronta y cumplida justicia.

Lo que ha podido hacer el presidente Uribe Vélez para arrinconar a las Farc y el ELN, así como para desintegrar los grupos paramilitares, es resultado de su entereza, de su dedicación personal, de la mística que ha despertado en las Fuerzas Armadas, del apoyo de las comunidades y, qué duda cabe, de la colaboración norteamericana.

No creo que de su parte haya habido el propósito de desconocer  la legalidad a través de esguinces o extralimitaciones. Lo que sucede es que los responsables del orden se mueven en medio de campos minados, que no otra cosa son las inextricables redes de textos legales, las sinuosidades jurisprudenciales, la saña de los aliados de la subversión y la natural predisposición de los jueces contra el estamento armado. Él mismo podría ser víctima más adelante de las retaliaciones jurídicas de los compañeros de ruta de la subversión.

Ignoro si cuando Mockus habla de aportarle legalidad y actividad judicial a la seguridad democrática es consciente de lo oscura que es aquélla y lo poco confiable que resulta hoy en día el aparato jurisdiccional, bien sea por falta de recursos y de preparación adecuada, ya por los sesgos que obran en su interior.

Los textos constitucionales y, sobre todo, la interpretación jurisprudencial de los mismos, poca ayuda brindan para que un gobernante pueda esmerarse en combatir fenómenos delincuenciales que desbordan no sólo sus poderes, sino incluso los del Estado mismo.

Tarde o temprano, de resultar elegido, tendrá que darse cuenta de que la legalidad que ahora tanto invoca como un ariete contra Uribe, no le permitirá cumplir con el propósito de garantizarles sus derechos a los colombianos. También tendrá que darse cuenta de que carece del aparato institucional y los recursos humanos necesarios para lograrlo.

El lapsus en que incurrió al hablar de que Colombia no necesita ejército, lo que corrigió luego diciendo que estaba pensando en el futuro, es sintomático de su falta de realismo e incluso de su ignorancia en materia grave, máxime si se considera el ominoso peligro que corremos con Venezuela.

Lo que hizo con tan imprudente declaración fue minar la moral de la institución armada, que es requisito indispensable para que sus miembros se esmeren en la muy ingrata labor de exponer vida, honra y bienes al servicio de la seguridad de los colombianos.

Volviendo a lo mencionado atrás, el régimen jurídico de la seguridad es bipolar, en el sentido de que oscila entre la protección de la sociedad frente a la agresiones tanto internas como externas, y la de los individuos, principalmente respecto del Estado. Pero en los tiempos que corren ese difícil equilibrio se ha alterado en beneficio de los individuos, por cuanto se considera que su dignidad está por encima de todos los demás valores sociales, y de ese modo no resulta difícil que termine favoreciendo a individuos y grupos sumamente peligrosos.

Por eso he señalado que posiblemente en el lenguaje de Mockus aportar legalidad a la seguridad democrática consiste en ajustarla a los difusos contornos de la idea de dignidad de la persona humana, que es tema manoseado como el que más por la demagogia judicial y del que habré de ocuparme en otro escrito.

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