Señalé en un escrito anterior que probablemente cuando Mockus hace hincapié en garantizar la legalidad en la política de seguridad, involucra dentro de aquélla lo que en los tiempos que corren se considera como el más alto de los valores morales y jurídicos, la dignidad de la persona humana.
El asunto no sólo reviste interés académico, sino enorme importancia práctica. Se trata de establecer en qué medida pueden ser compatibles muchas políticas de seguridad con tan preclaro principio.
Cuando se aborda la cuestión, se tropieza de entrada con la grave dificultad de establecer en qué consiste en últimas la dignidad de la persona humana.
Al rastrear el origen del concepto, resulta inevitable la mención de algunas tesis de Kant, como la que sostiene que, mientras en el reino de las cosas éstas se valoran por su precio, en tratándose del hombre esa categoría no es de recibo, pues lo que él ostenta es una dignidad. Y cuando se pregunta acerca del porqué de esa distinción, la respuesta alude, por una parte, a su racionalidad y, por otra, a su posibilidad de constituirse en sujeto moral.
La primera le permite identificar sus propios fines, asignarles contenido y decidir libremente acerca de los mismos. La segunda hace que pueda obrar al tenor de los famosos imperativos categóricos, que traducen la ley moral libremente aceptada que reina en el interior de su conciencia, en cuya virtud es capaz de obrar de modo ejemplar y respetando a sus semejantes como fines en sí mismos que son.
La dignidad humana se asocia, dentro de este contexto, con la autonomía moral y, en últimas, con la libertad.
De ahí se desprende el principio liberal, que ya se encontraba en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino e incluso en el de San Agustín, en virtud del cual nadie puede ser forzado a obrar contra su conciencia.
Y la distinción entre dignidad del hombre y precio de las cosas se retoma más adelante por Marx, cuando en El Capital observa que el régimen capitalista se caracteriza por imponerle al trabajador el mismo estatuto que a la mercancía, cosificándolo y alienándolo.
Pero la idea de que el hombre es un ser valioso de suyo y, en consecuencia, merecedor de respeto por su carácter sagrado, se impuso en nuestra civilización por obra del Cristianismo, que a su vez se nutrió de la tradición judía y del pensamiento de los estoicos.
Con el correr de los tiempos, la idea de dignidad ha venido evolucionando en distintos sentidos. Lo que en un principio se vinculaba con la especial relación del hombre con su Creador y, después, con su condición de sujeto moral capaz de obrar conforme a principios racionales, por distintas circunstancias ha terminado asociándose, por una parte, con lo que podríamos llamar el derecho al placer tal como cada uno lo conciba y, por otra, con un supuesto derecho bastante más difuso, el de no sufrir o, por lo menos, el de no experimentar dolores injustificados.
Placer y dolor ubican entonces en el núcleo de la teoría actual de los derechos. Tenemos derecho a lo que nos resulte placentero; tenemos, igualmente, derecho a esquivar lo que nos resulte desagradable, incómodo, mortificante y, en suma, doloroso.
Todo esto viene a cuento porque las políticas de seguridad, mediante las que se busca proteger los derechos fundamentales, tienen la contrapartida de ser molestas, irritantes e incluso gravosas para la vida, la integridad personal, la libertad y el patrimonio, tanto material como moral. Con ellas se plantea lo que suele considerarse que es el tema central de la política, a saber:¿cuáles son los sacrificios que cada uno de nosotros está dispuesto a consentir por el hecho de vivir en una sociedad ordenada?
La respuesta en las sociedades contemporáneas, demasiado penetradas por un individualismo que a veces llega a ser libertario y casi anárquico, es simple: los menores posibles.
Tal vez fue Eduardo Mackenzie el que recordó hace poco en un artículo que Mockus, cuando a comienzos del gobierno de Uribe éste decidió decretar el Estado de Conmoción Interior, se opuso a ello invocando que el mismo limitaría las libertades.
Hay que preguntarle, ahora que aspira con buenas posibilidades a ser elegido paar la Presidencia, por las libertades y demás derechos que estaría dispuesto a limitar en aras de la seguridad de la sociedad colombiana en general y de sus conciudadanos en particular.
Insisto, pues, en que la fórmula de ajustar la seguridad democrática a la legalidad deja muchos vacíos y suscita, por ende, distintas inquietudes, dado que la categoría de legalidad no es precisa y abre campo a muchísimas discusiones, fuera de que engloba un tema bastante espinoso, cual es el de los poderes discrecionales de que disponen los gobernantes para tomar variadas decisiones.
Como Mockus no es jurista y su experiencia con el Estado adolece de no pocas limitaciones, cuando le preguntan por decisiones discrecionales que en ciertas hipótesis le correspondería adoptar, como ordenar extradiciones, trastabilla y no sabe qué responder o tiene que salir luego a corregir lo que dijo en primera instancia.
El tema no es entonces obrar conforme a la legalidad, sino qué hacer con ella, cómo ejercer los poderes de que dispone el gobierno para mantener el orden público y restablecerlo cuando fuere turbado, qué contenidos darles.
Uribe ha tenido ideas claras al respecto, así se las discuta. ¿Las tiene Mockus?
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