viernes, 18 de junio de 2010

Reflexiones sobre la institucionalidad colombiana (III)

Queda claro que la fortaleza de las instituciones reside en la legitimidad, o sea, en la confianza de las comunidades, que depende, por una parte, de sistemas de creencias vigentes en ellas y, de otra, de su eficacia.

Dicho de otro modo, las creencias en los títulos de los gobernantes funcionan si ellos responden a las necesidades que les plantean las comunidades. Los malos gobiernos terminan erosionando la legitimidad; en cambio, los gobiernos eficaces la vigorizan.

El principio popular y el electivo, que suministran la clave de las democracias modernas, cobran vida en medio de condicionamientos culturales que los colorean de distintas maneras. Para expresarlo con un dicho bastante gráfico, se los entiende y practica de cierto modo en Dinamarca, y de otro muy distinto en Cundinamarca. Por consiguiente, lo que da resultado en unas latitudes, podría ser contraproducente en otras.

El caso colombiano es elocuente. En 1991 se hizo el esfuerzo de expedir una Constitución Política cuyos promotores se ufanaban de haber recogido lo mejor del constitucionalismo contemporáneo para que sirviera, según dijo en su momento el gárrulo presidente Gaviria, como “Carta de navegación hacia el futuro”. Se van a cumplir 19 años de lo que se anunció como un magno acontecimiento y a la hora de la verdad lo que resultó fue algo similar al parto de los montes.

Por supuesto que en el fracaso de la Constitución de 1991 influyó la forma  tan improvisada como apresurada con que actuaron sus autores, que los llevó a copiar figuras de estatutos extranjeros sin examinar su viabilidad para la sociedad colombiana y a modelarlas con evidente desmaño, de suerte que lo que estatuyeron se aparta en muy buena medida de lo que efectivamente se aplica. Expresado en buen romance, la teoría constitucional de 1991 está muy alejada de la práctica social que vivimos y hasta padecemos. Un estatuto que se expidió invocando los anhelos de paz y de transparencia de los colombianos ha regido en medio de las peores épocas de violencia y corrupción que registra nuestra historia.

Las distorsiones que se observan en la práctica social son tan ostensibles como graves. Los constituyentes de 1991 se aplicaron a construir una república aérea, como las que denostaba Bolívar en un célebre escrito. En lugar de detenerse en la consideración de los datos de nuestra realidad cultural, económica y geográfica, así como en los de la coyuntura que a la sazón se vivía, se dieron a la tarea de dar rienda a los sueños y diríase que a los delirios de los ideólogos.

Produjeron un verdadero esperpento que dificulta en grado sumo la gobernabilidad del país. Piénsese tan sólo en que, de hecho, la subversión guerrillera genera las condiciones necesarias para que vastas extensiones del territorio nacional deban someterse al régimen de excepción de un estado de conmoción interior. Pero este instrumento es contraproducente, pues cuando se lo ejercita, ipso facto entra la Corte Constitucional a cogobernar, despojando así al Gobierno de su atribución de conservar el orden público y restaurarlo donde fuere turbado.

Lo de los poderes controlados por la Regla de Derecho y dispuestos de modo que colaboren armónicamente en la realización de los fines del Estado, no es otra cosa que una ilusión ideológica. La realidad es otra, pues cada poder tiende a extralimitarse y entrar en conflicto con los demás, dado que no hay instancias supremas de arbitraje entre ellos y, sobre todo, obra una cultura que poco los estimula a la autocontención.

A mis discípulos, cuando con ellos contaba, solía recordarles un texto del profesor Verdross que resume admirablemente los estados anímicos que suscitan la necesidad imperiosa de  un adecuado sistema legal. Los antiguos griegos hablaban al respecto de tres deidades negativas: Eris, o el espíritu de pendencia que subvierte el orden: Bía, que es la fuerza que se enfrenta al derecho; e Hybris, o la incontinencia que excede los límites del derecho, transformando lo justo en injusto (Verdross, Alfred, “La Filosofía del Derecho del Mundo Occidental”, UNAM, México, 1962, p. 12).

Si observamos nuestra realidad institucional y, por supuesto, la que se da de hecho en vastos territorios de Colombia, no será difícil encontrarnos con esa fatídica trinidad que integran Eris, Bía e Hybris. Por doquier impera el espíritu de pendencia, comenzando con las autoridades de mayor rango. No obstante los avances de la seguridad democrática, en no pocos lugares se da la fuerza que desafía al derecho y no la que se pone a su servicio o a él se sujeta. Por su parte, Hybris es reina y señora, a ciencia y paciencia de la multitud.

Mockus tiene toda la razón cuando afirma que todos estos desvaríos surgen de una cultura ciudadana muy deficiente, por lo que es necesario, por una parte, educar a la comunidad en los hábitos democráticos y de respeto a la legalidad, comenzando por el más sagrado de los derechos que es el de la vida, y por otra, hacer que los gobernantes realicen gestos simbólicos que den ejemplo y susciten en la gente la voluntad de sujetarse a a la normatividad.

Desafortunadamente, fuera de que la coyuntura política no favorece su proyecto, él mismo se ha encargado de hacerlo poco atractivo con sus contradicciones, sus vaguedades y ciertos gestos pueriles, como el de los mantras que sus seguidores recitaron en la noche del 30 de mayo.

La nuestra es, como lo dijo hace años Lleras Restrepo, una institucionalidad descuadernada que recuerda la vieja prédica de Antonio García acerca del hiato que separa el país formal del país real. En esa disociación juega su papel, desde luego, nuestra incultura política. Pero ésta deriva de un problema de más hondo calado, que no es tanto la desigualdad, cuanto la pobreza.(Continuará).

1 comentario:

  1. Tanta calidad en este blog, no nos puede dejar en ascuas y privados de cultura y conocimientos por espacios tan largo.
    Jealbo

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