lunes, 16 de noviembre de 2015

Moral y salud pública

En mi reciente intervención en el seminario sobre mística que se celebró en la Universidad Católica de Oriente recordé el célebre pasaje en que Kant declara su asombro ante dos fenómenos impactantes: el maravilloso orden que se pone de manifiesto en el cielo estrellado y la presencia de la ley moral en el interior del hombre.

El primero de ellos toca con la legalidad que rige inexorablemente el mundo natural en todas sus esferas y hace posible la ciencia. Si la naturaleza no estuviera ordenada conforme a leyes susceptibles de descubrirse mediante el ejercicio combinado de la experiencia y el razonamiento, la ciencia sería tan solo un cúmulo de proposiciones más o menos arbitrarias, meras conjeturas y no certidumbres.

Kant encuentra que el fenómeno humano escapa de cierto modo a ese orden inexorable de la naturaleza, por cuanto en el mismo se hace presente la libertad. Pero, a su juicio, ese precioso atributo está regulado por el orden moral, que es de índole racional. Si la naturaleza está regida por leyes deterministas (asunto que hoy se pone en duda, por lo menos en los niveles macro y micro de la realidad), la acción humana lo está por normatividades racionales, tal como lo postularon los grandes filósofos de la Antigüedad clásica y, después, los Padres de la Iglesia y sus sucesores en esa ingente tarea de explorar el fundamento racional de la Civilización.

La racionalidad moral, que toma atenta nota de la libertad  para guiarla de modo que conduzca al ser humano hacia su cabal realización, se proyecta tanto en la conducta individual como en la ordenación de la sociedad.

Respecto de la primera, su función consiste en buscar la armonía del individuo consigo mismo, esto es, su paz interior. Esta es resultado de una vida espiritual intensa, que conlleva el amor, entendido este en la más elevada de sus acepciones. La plenitud de vida no es la satisfacción de los apetitos naturales ni la hipertrofia del ego, sino la trascendencia del individuo natural hacia la personalidad moral en que se pone de manifiesto la realidad del espíritu. La ley moral apunta, en consecuencia, hacia la santidad.

Pero la moralidad, tal como siempre se consideró hasta que el individualismo y el relativismo corroyeron el pensamiento de muchos, tiene también funciones sociales muy significativas, que se traducen en un viejo y venerable concepto que los juristas de hoy desdeñan: el de las buenas costumbres que sustentan el buen orden de las colectividades.

Para el pensamiento clásico, el bien individual es inconcebible sin el bien de la sociedad, pues solo una sociedad rectamente ordenada hace viable la vida buena de los individuos. Ese concepto de vida buena es, valga la ocasión para recordarlo, clave en el pensamiento político de Aristóteles, el viejo Aristóteles a quien con familiaridad, pero con enorme admiración, solía referirme en mis cursos de Teoría Constitucional y de Filosofía del Derecho.

La moralidad, sea que se la mire desde la perspectiva individual o desde la comunitaria, se proyecta entonces sobre todos los aspectos de la vida humana, de suerte que ninguno escapa a ella.

No es un fenómeno adventicio, algo así como un adorno de individuos y colectividades, sino algo constitutivo de la existencia humana. Somos necesariamente sujetos morales, a punto tal que ha podido afirmarse, con sobra de razones, que cada individuo se define, en últimas, como resultado de aquello en que cree, aquello que valora, aquello que guía para bien o para mal su comportamiento.

Es cierto que la mentalidad dominante hoy en día se inclina por distintas vertientes a demeritar la realidad moral. El relativismo es, en efecto, un disolvente del orden moral en los individuos y las comunidades. Conlleva la idea de que hay parcelas morales, esto es, escenarios de la vida humana que están regidos por moralidades diferentes e incluso antitéticas, y hasta sectores en los que el orden moral debe excluirse.

Así, unos piensan, con Maquiavelo y sus seguidores, que la política y la moral van por caminos opuestos; otros afirman lo mismo acerca de las relaciones entre derecho y moral, o las de esta con la economía. Y el abandono o el demérito de la noción de buenas costumbres ha conducido a que se afirme a rajatabla que el orden moral no rige para las relaciones familiares y muchísimo menos para la vida sexual. O, si alguno rige, es el imperativo de la tolerancia y el respeto por el fuero íntimo de cada uno, así como por las libres decisiones (“Free Choice”) de adultos que solo tienen que responder ante sí mismos y no ante sus semejantes.

Esta perversión de la idea de moralidad hace posible que un sujeto que se cree que es ilustrado y ejerce enorme influencia sobre la sociedad, como lo es el ministro de Salud, Alejandro Gaviria, diga con pasmoso simplismo que el aborto legal no implica una cuestión moral, sino un problema de salud pública, según puede leerse en “El Colombiano” de hoy, página 10.

Es poco probable que este tosco funcionario haya leído lo que escribió don José Ortega y Gasset en “Misión de la Universidad” sobre los bárbaros ilustrados.(Vid. http://www.esi2.us.es/~fabio/mision.pdf). De haberlo leído, tal vez matizaría más sensatamente sus declaraciones, pues, si bien es cierto que los problemas de salud pública entrañan discusiones morales a menudo muy complejas, el tema del aborto implica además consideraciones de fondo acerca de la inviolabilidad de la  vida humana que se consagra en el artículo  11 de la Constitución Política que el funcionario juró solemnemente respetar y defender, fuera de otras muchas cuestiones de no poca monta.

Viene a mi memoria lo que dijo premonitariamente Raymond Aron poco antes de su muerte en un serio reportaje que dio  para “L’Express”:"La civilización occidental marcha hacia su ruina: ya quiere aceptar el aborto".

Europa no se reproduce; los musulmanes, en cambio, son prolíficos y la están invadiendo de modo inevitable e inclemente (Vid. http://forosdelavirgen.org/98347/migracion-musulmana/).

2 comentarios:

  1. Su artículo es lógico e indiscutible.Pero el político se ve enfrentado a que muchas mujeres (500.000-1.000.000) que de todas maneras se van a practicar el aborto, queden en manos de inescrupulosos que las infectan, las explotan, abusan de ellas, o, después de ponerles de presente la gravedad y consecuencias de ese acto, entregarlas en manos profesionales en ambiente aséptico. No es lógico ni humano que a un médico que su conciencia le impide praticar abortos, lo obliguen a ejecutarlos como parte de su oficio. Jorge Emilio Restrepo.

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  2. "iINADMISIBLE! QUE AQUELLOS QUE ESTÁN A FAVOR DEL ABORTO, NACIERON".

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