Uno de los aspectos más inquietantes de la actualidad colombiana es el modo como se está cuestionando nuestro sistema judicial.
No repetiré los agravios que circulan acerca de recientes decisiones de la Corte Suprema de Justicia, que han llevado a sus miembros a expedir comunicados en los que se exige respeto por ellas.
Me limitaré a señalar que en vastos sectores de la opinión cunde la idea de que no contamos con una administración de justicia confiable, bien sea porque se considera que está politizada, ya porque se pone en duda su honorabilidad.
Como suele suceder, en estos temas hay que introducir matices, pues en la judicatura hay servidores que obran con mística ejemplar, creyendo que hay algo sagrado en su misión y obrando como si fuesen sacerdotes de un culto, el de la Justicia.
Llamo la atención sobre esto, por cuanto la presencia de lo sagrado en la sociedad y en la vida individual, así como la idea de que en la vida se debe servir a una vocación sin importar los sacrificios que la misma imponga, son asuntos que ameritan consideración especial. Así muchos los tomen como cosa del pasado, siempre serán actuales, pues sin esos ingredientes la existencia humana tenderá a sumirse en la inmundicia.
Pues bien,¿cuántos justos hay en nuestro sistema judicial?¿Podríamos afirmar que el nivel medio de moralidad, imparcialidad, preparación, aplicación y disciplina de sus servidores deja tranquila a la sociedad?
Los abogados en ejercicio son testigos de vicios ancestrales y muy difíciles de erradicar en el funcionamiento de la administración de justicia. Abundan al respecto las quejas acerca de la morosidad, la falta de idoneidad, los sesgos y hasta las corruptelas de sus integrantes.
De todo esto da buena cuenta la literatura, como puede verse en el Quijote o en las novelas de Balzac. Pero rara vez se escribe acerca del juez probo, como si éste no existiera o si su drama existencial no fuese digno de dedicarle una buena novela o una impactante pieza de teatro.
Pienso, por ejemplo, en los jueces de pueblo que tienen enfrentar a los gamonales de siempre y sobre todo a los nuevos ricos de las bandas criminales que se sienten señores de vidas y haciendas, como si nada ni nadie estuviese por encima de ellos.
Me inclino con reverencia ante esos jueces que procuran formarse una conciencia justa y actuar según sus dictados, a riesgo incluso de sus propias vidas. No quisiera, por lo tanto, que se sintiesen aludidos por un escrito mío con críticas al sistema judicial.
En defensa de ellos hay que agregar que los recursos para que su labor sea eficaz siempre han sido insuficientes y de seguro tardará mucho el tiempo en que dejen de serlo. Y ni se hable de la desprotección en medio de la cual les toca ejercer sus atribuciones.
Dicho lo anterior, me ocuparé del sistema judicial en general.
Las encuestas de favorabilidad de las instituciones suelen registrar un par de datos cuyo contraste es paradójico. En efecto, ellas indican que la estimación de los colombianos sobre el sistema judicial como un todo es bastante desfavorable. En cambio, los índices de favorabilidad de las altas Cortes suelen superar el 50%. O sea que la gente considera que los jueces comunes y corrientes dejan mucho que desear, pero en cambio los de alto coturno sí administran recta, pronta y cumplida justicia.
Lo que estas encuestas ponen de manifiesto es la falta de información e incluso la inmadurez de la opinión pública.
De hecho, la imagen favorable de las altas Cortes parece vincularse específicamente a la acción de la Corte Constitucional, que ha ganado prestigio, tal vez inmerecido, por la dinámica que le ha dado a la acción de tutela y por la audacia de sus fallos, la cual alaban los devotos del Nuevo Derecho.
No hay que desconocer, sin embargo, el protagonismo que ha desplegado en los últimos años la Sala Penal de la Corte Suprema de Justicia por los procesos de llamada parapolítica y, ahora, por los que se adelantan contra servidores del gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
Pero lo que les confiere notoriedad a las altas autoridades del sistema judicial es precisamente lo que también suscita motivos de duda acerca de dos temas que trataré en posteriores escritos, a saber: la dictadura judicial y la politización de la justicia.
La tradición tiene que ver mucho con eso, es decir, la valoración entre el Juez común y el Magistrado de la Alta Corte; entonces campeaba la "cortitis" relegandose los restantes -por ellos mismos- por su incapacidad de libre pensar. Lo que llamo "El Fenómeno Uribe" posibilitó, dentro de muchas otras cosas, evidenciar misterios respecto de aquella Corte que se creían -por delineamientos de ella misma- que eran propios y exclusivos de aquellos. Espero la continuación, como siempre...
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