Declararse católico en los tiempos que corren parece ser una osadía, sobre todo en ciertos sectores sociales que presumen de cultos y progresistas. Por eso escribí en mi último artículo que, de modo similar a lo que sucedía en sus comienzos, bien puede hablarse ahora del escándalo del cristianismo y más precisamente, del catolicismo.
Los motivos de escándalo son muchos. Unos tocan con la campaña sistemática de desprestigio que no siempre sin razones se ha emprendido a lo largo de años contra la Iglesia, a la que se pretende presentar como una institución plagada de vicios de toda índole, sobre todo en materia sexual. No vale contra sus detractores el buen ejemplo que dan muchísimos de sus servidores y fieles, ni la abundante obra humanitaria que ella patrocina. El pecado de unos pocos, así sea notorio, pesa más que las virtudes de muchos, que suelen ser, por lo demás, discretas. Otros, que me interesa examinar en esta oportunidad, tienen que ver con la oposición radical que media entre los desarrollos últimos de la Modernidad y, desde luego, de la Postmodernidad, respecto de lo que Heidegger, con cierto desdén, denominó en algún momento como el “Sistema del Catolicismo”.
En otro escrito señalé que el pensamiento contemporáneo quizás podría considerarse escindido en dos grandes vertientes: el cientificismo naturalista y el culturalismo relativista. Entre uno y otro hay enfrentamientos insalvables, pero ambos están de acuerdo en el menosprecio de lo religioso y todo lo que esto conlleva. Digamos que la ideología dominante adhiere a la tesis de la Ilustración que considera que la religiosidad corresponde a etapas que por analogía podrían compararse con la infancia y la adolescencia en el desarrollo intelectual de la humanidad. Este punto de vista aparece ya en el célebre opúsculo de Kant que declara que con la mentalidad ilustrada la sociedad ha alcanzado la mayoría de edad, es decir, el uso de razón. Se lo reafirma luego con la famosa Ley de los Tres Estadios que propuso Comte, según la cual el pensamiento pasa primero por un estadio mitológico; luego, por uno metafísico; y, por último, por uno positivo o científico.
Todo lo discutibles que puedan ser estas consideraciones, su arraigo en la mentalidad contemporánea es tan fuerte que combatirlo parece que equivalga a dar coces contra el aguijón.
Hay, pues, que armarse de coraje para defender algo que, bien por la mala fama que se ha creado en torno suyo, ora por la ideología dominante, parece estar condenado a extinguirse, como con cierta jactancia se anunció hace poco al tenor de ciertas proyecciones matemáticas.
Dentro de este ambiente, un acto como la beatificación de S.S. Juan Pablo II entraña un abierto desafío al materialismo que, bajo distintas modulaciones, se ha impuesto en los medios dominantes de nuestra civilización.
En efecto, dicho evento parte de reconocer la santidad como valor supremo de la vida humana, que surge de esa aspiración a lo perfecto que reclama el Evangelio como requisito necesario para entrar al Reino de los Cielos. Para el cristianismo, hacia la realización plena del individuo humano se tiende a través de la adquisición y el ejercicio de las virtudes que predicó y practicó nuestro Señor Jesucristo, a sabiendas de que se trata de ideales que, dada nuestra congénita imperfección, apenas es posible alcanzar medianamente con el auxilio de la gracia.
Pero el pensamiento dominante opina que la santidad niega la naturaleza y aspirar a lograrla es algo que amerita considerarse más bien dentro del orden de las patologías. Lo que para el mundo religioso es el supremo bien será entonces para aquél una modalidad más o menos perniciosa. No importa que se destaquen virtudes y prodigios asociados a la santidad, pues siempre se verá en ésta la manifestación de alguna perversa inclinación inconsciente o, al menos, de cierta anomalía psicológica.
A decir verdad, los cientificistas y los culturalistas no tienen claridad acerca de qué es para ellos un hombre realizado. Y si propusieren algún modelo plausible, será tan irreal que en la práctica las grandes mayorías estarán muy lejos de seguirlo.
Quizás por ello, el pensamiento actual tiende a considerar que el tema de la realización humana es asunto exclusivo de cada individuo, que por sí y ante sí está legitimado para decidir a su arbitrio sobre los modelos que considere atractivos para él. Lo del libre desarrollo de la personalidad que proclaman los textos constitucionales como derecho fundamental no deja, pues, de ser una fórmula vacía, como lo es también la del sujeto moral que les hace chorrear la baba a los epígonos de Kant.
Frente a este nihilismo que a la postre es frustrante y destructivo, hay que afirmar, como lo hace Claude Tresmontant en “L’enseignement de Ieschua de Nazareth” (Éditions du Seuil, París, 1970), que la enseñanza del último profeta de Israel contiene “una ciencia en extremo rica y profunda” que versa “sobre las condiciones, sobre las leyes de la génesis del ser inacabado que es el hombre. Una ciencia que nos descubre las leyes y las condiciones de la creación de una humanidad todavía inacabada, y en tren de hacerse, las leyes normativas de la antropogénesis. Más todavía: las leyes y las condiciones, para la humanidad, de su realización última, es decir de su divinización”(ps. 7 y 8).
Esa divinización no es otra cosa que la perfección de la santidad.
Pues bien, en un medio tan deletéreo como el que nos rodea parece del todo inapropiado proclamar que alguien ha alcanzado la santidad o es candidato a ella, que su vida puede presentarse como modelo de virtudes y que su persona amerita venerarse.
De ahí la avenida de escritos más o menos injuriosos o, en últimas, peyorativos que se publicaron en la prensa hace poco para poner en duda los méritos del papa Wojtyla e incluso para endilgarle graves pecados de omisión dizque por no erradicar los vicios de los clérigos pederastas. No importó que ciertos acusadores carecieran de toda autoridad moral para criticarlo, por ser ellos mismos por lo menos favorecedores de la pornografía y las costumbres licenciosas, pues de lo que se trataba era de enlodar la imagen de quien el pueblo, a poco de su muerte, proclamó abrumadoramente como santo.
Pero si la idea misma de santidad resulta repelente para los manipuladores de la opinión pública, peores les parecen los procedimientos para declarar las virtudes sobresalientes del candidato a la canonización y las ceremonias con que se lo declara siervo de Dios, beato y, por último, santo.
Fuera del examen que hace el llamado “Abogado del Diablo” en torno de la vida del candidato, se requiere que por la intercesión de éste se haya producido algún milagro, es decir, un evento que no pueda explicarse científicamente y que se pruebe que está asociado a la oración de los fieles y, por ende, a la intercesión suya ante Dios Todopoderoso. Los escépticos ponen, por así decirlo, el grito en el cielo cuando se les habla de fenómenos que no obedecen a la regularidad natural, de la fuerza de la oración, de la acción de un muerto y del poder de Dios, al que niegan a rajatabla a punto tal que prefieren afirmar sin ruborizarse que el mundo se creó a sí mismo (Hawkins) antes que admitir que hubo y hay un Creador.
Recomiendo a los escépticos que lean “El milagro-¿Un desafío para la ciencia”, de Pierre Delboz, para que tengan algún conocimiento del asunto y no se queden en el estadio de la mera negación y la acusación de fraude.
Pregunto, además, si sería posible hoy hacer un montaje respecto de la curación del mal de Parkinson de una religiosa, que sirvió de base para la beatificación de Juan Pablo II, o la de una parálisis de la pierna izquierda que acaba de reconocerse en Lourdes. Si tienen verdadero espíritu científico, estudien los casos y después hablen, como lo hizo Alexis Carrel hace cosa de un siglo.
El tema de la oración es tan desagradable de tratar como el de los milagros y acarrea toda clase de burlas de parte de los impíos. Pero hay un hecho: la oración obra, tanto en quienes la recitan como en terceros. Hay suficiente literatura sobre el particular, pero bien se dice que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Y más allá de los estudios de campo y los mútiples testimonios que se conocen, está la experiencia personal de quienes sabemos cómo puede obrar el espíritu en momentos difíciles de nuestras vidas.
El “Credo Occidental” que varias veces he mencionado postula que todo acaba para el individuo humano con la muerte biológica. Hablar, pues, de espíritus que sobreviven a ese acontecimiento decisivo parece un exabrupto. Peor será venerarlos, pedirles, reconocer que pueden interactuar con los vivos y admitir que hay un mundo sobrenatural que influye en el que consideramos natural. Y, desde luego, cuando admitimos que hay un Dios omnipotente y misericordioso que atiende nuestras súplicas, bien sea las que le hacemos directamente, ya las que elevamos a través de intermediarios sagrados, ahí sí que entramos en el escenario del anatema y se pone de presente la animosidad a veces violenta, por lo menos en las palabras y los gestos, de los incrédulos.
Como para éstos la ceremonia de beatificación que presenciamos el domingo pasado fue apenas un espectáculo de masas, hubo quien la comparara desfavorablemente con la boda principesca que tuvo lugar dos días antes en Londres, así como los que se atrevieron a denunciar el populismo del Vaticano o su artero intento de recuperar el ascendiente sobre las masas que ha perdido por obra de la mentalidad moderna o postmoderna y por los escándalos del clero.
Lo reitero: si pongo en duda los artículos del “Credo Occidental” y adhiero a los del de Nicea, me veré expuesto a toda clase de reacciones adversas. Así sea.
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