jueves, 4 de marzo de 2010

El elogio calumnioso

Mi finado amigo Fernando Uribe Restrepo, que conocía bien a los moralistas católicos, hablaba de esta figura que se refiere a ciertos aplausos que no exaltan la virtud o los aciertos, sino los errores.

Tal sucede con no pocos comentaristas que, llevados por el júbilo que les produjo la sentencia de la Corte Constitucional que frustró definitivamente la aspiración reeleccionista del presidente Uribe Vélez, afirman que de ese modo se salvó en Colombia el Estado de Derecho, con la institucionalidad que el mismo conlleva.

Dejando de lado el tema de los vicios procedimentales o formales de la iniciativa, que daban mucha tela para cortar, cuando la Corte Constitucional decidió pronunciarse sobre el fondo del asunto para afirmar que las reformas sustanciales de la Constitución no pueden decidirse por la vía del Acto Legislativo ni por la convocatoria a un referendo, sino sólo por una Asamblea Constituyente elegida de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 376 de la Constitución Política, incurrió en un claro abuso de sus atribuciones y no honró, por consiguiente, su destacado papel de guardiana de la integridad y la supremacía del ordenamiento constitucional que le confió el artículo 241 del mismo.

Si el Estado de Derecho, según un trajinado concepto, entraña que la voluntad que se pone de manifiesto en la acción estatal no sea la  individual de los titulares de las funciones públicas, sino la abstracta y “desicologizada” voluntad soberana de la Regla de Derecho, al no ejercer la Corte Constitucional su poder dentro de los “estrictos y precisos términos” del citado artículo 241, no es el caso de elogiarla, sino de someterla a severa crítica.

En otros términos, los aplausos que está recibiendo por esa decisión no son otra cosa que elogios calumniosos, verdaderas apologías de la inequidad.

Desafortunadamente, la opinión pública, que a la postre es la que decide sobre el rumbo de la cosa política, es decir, del Estado mismo, ha sido, cuando no complaciente, por lo menos sí tolerante y hasta indiferente respecto de la larga cadena de abusos en que ha incurrido la Corte Constitucional durante la vigencia de lo que no he vacilado en llamar el Código Funesto.

Por distintas vías la Corte ha logrado, con deplorable éxito, saltar las talanqueras que la Constitución previó para que ejerciera sus tareas dando ejemplo de acatamiento a la juridicidad. Al tomar posesión de su cargo, cada uno de los magistrados juró ante Dios cumplir fiel y lealmente los deberes propios del mismo. Y ese juramento conlleva que al decidir cada caso se tome atenta nota de que los poderes de la Corte no son omnímodos, sino que están sometidos a una normatividad que se traduce en “estrictos y precisos términos”.

Si al examinar su competencia, que es lo primero que debe hacer quien ejerza funciones públicas, la Corte se hubiese fijado en esos dos adjetivos, quizás no habría llegado a la cuestionable conclusión que ha motivado tan  inmerecidos  elogios.

Pero la Corte Constitucional no se toma ese trabajo, por cuanto ha hecho carrera la tesis de que, como es dizque un “órgano de cierre”, sus decisiones como tales no son susceptibles de revisión por ninguna otra autoridad. O sea, que son soberanas, atributo éste que se robustece cuando se considera que es prácticamente imposible someter a sus integrantes a juicio por prevaricato.

Aquí aflora otro tema litigioso de la mayor importancia, por cuanto el sistema de investigación y juzgamiento previsto para las más altas autoridades judiciales e incluso para el Presidente mismo, garantiza la impunidad.

Volveré en lo sucesivo sobre estos tópicos.

1 comentario:

  1. Alejandro Ochoa Botero5 de marzo de 2010, 14:12

    Dr. Jesús:
    Comparto,a plenitud, esto que Ud. dice sobre el sistema de investigación y juzgamiento para las altas autoridades judiciales y el propio Presidente. El tema es, sin duda, de altísimo calado y espero que Ud. inicie su análisis; yo, si me lo permite, contribuiré con algunos comentarios.

    Un abrazo,

    Alejandro Ochoa Botero

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