martes, 9 de marzo de 2010

Partidos, Movimientos y Equipos Políticos

Aunque el ordenamiento del derecho es un fenómeno social, la teoría jurídica y la sociológica –para el caso, la politológica- no suelen ir de la mano, pues suele considerarse que la primera es de tipo normativo o prescriptivo y las segundas son principalmente explicativas.

La diferencia tiene que ver con la distinción entre ciencias del ser y del deber ser. Aquéllas tienen el propósito de investigar la realidad tal como es; su universo es el de los fenómenos, lo que efectivamente sucede; su propósito último es identificar relaciones de causalidad. Las ciencias prescriptivas, en cambio, se ocupan de las normatividades que postulan lo que se aspira que sea, pero no necesariamente es o llega a ser. Su reino es el de los valores y las normas mediante las cuáles se busca su realización.

Como suele decirse en los medios académicos, las ciencias del ser son ciencias positivas, atinentes a la facticidad. Las del deber ser tocan con algo muy diferente, la validez.

Esta clasificación es muy importante para los estudios jurídicos, que examinan prioritariamente la validez de los contenidos normativos de que se ocupan y sólo de modo secundario su eficacia.

Dejando de lado lo relativo a los fundamentos y las implicaciones de esta dicotomía, señalemos que el estudio de lo real y el de lo deseable difieren notablemente por su objeto y, en consecuencia, por sus métodos, pero ello no significa que no haya conexiones que ameriten examinarse entre lo uno y lo otro.

Traigo a colación estas nociones porque hay un tema en que se ponen de manifiesto las diferencias entre la perspectiva del jurista y la del sociólogo y el politólogo. Se trata de la distinción entre partidos y movimientos políticos que estableció la Constitución de 1991 y refrendó la Ley Estatutaria 130 de 1994, dentro de la tendencia que obra en el constitucionalismo contemporáneo en el sentido de fijar reglas fundamentales para la organización y el funcionamiento de la acción política, la cual no sólo se da en el seno de los gobernantes, sino también de parte de los gobernados.

Tomo del volumen I del  libro “Constitución Política de Colombia: Origen, Evolución y Vigencia”, de Carlos Lleras de la Fuente y Marcel Tangarife Torres, publicado por Ediciones Rosaristas, Biblioteca Jurídica Diké y Pontificia Universidad Javeriana en 1996, lo siguiente:

“La propuesta que presentan los constituyentes Horacio Serpa y Augusto Ramírez no entra a definir conceptualmente qué es un partido o qué es un movimiento, para evitar dar pie a restricciones posteriores de la más absoluta libertad para conformarlos. Insinúa para los primeros como directriz para la ley, un mayor grado de estructuración y permanencia, lo cual a su turno les confiere mayores garantías como serían la financiación de su funcionamiento y la postulación de candidatos sin acreditar requisitos adicionales. Las agrupaciones políticas que por su naturaleza coyuntural o decisión autónoma, opten por un esquema de mayor flexibilidad se organizarán como movimientos los cuales, desde luego, también podrán postular candidatos que para los efectos establezca la ley, por ejemplo, acreditar un número determinado de firmas con miras a garantizar la representatividad de la propuesta” (Op. cit., pág. 424).

De acuerdo con estos antecedentes, el artículo 2 de la L. E. 130 de 1994 procedió a definir los partidos como “instituciones permanentes que reflejan el pluralismo político, promueven y encauzan la participación de los ciudadanos y contribuyen a la formación y manifestación de la voluntad popular, con el objeto de acceder al poder, a los cargos de elección popular y de influir en las decisiones políticas y democráticas de la Nación”. Respecto de los movimientos políticos, dispuso que “son asociaciones de ciudadanos constituídas libremente para influir en la voluntad política o para participar en las elecciones”.

Como puede advertirse, la diferencia entre partido y movimiento radica ante todo en el carácter permanente del primero y el ocasional o transitorio del segundo.

El origen de esta distinción se encuentra a no dudarlo en ciertas peculiaridades de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, en la que  hubo voceros de los partidos tradicionales, pero también del Movimiento de Salvación Nacional que promovió Alvaro Gómez Hurtado no sólo con copartidarios suyos, sino también con figuras vinculadas con viejos adversarios suyos, como Carlos Lleras de la Fuente, hijo de Carlos Lleras Restrepo.

La propia Constitución introdujo otra figura de menor relevancia, la de  las organizaciones sociales, que tienen derecho a manifestarse y participar en eventos políticos (art. 107). Posteriormente la Ley Estatutaria dio cabida a una figura adicional, la de los grupos significativos de ciudadanos, que con un número de firmas equivalente al 3% de los votos válidos depositados en las últimas elecciones a la Presidencia de la República, están autorizados para presentar candidatos presidenciales.

Lo interesante de este recuento es  destacar la intención del Constituyente de institucionalizar ciertos aspectos fundamentales de  la  participación ciudadana en la vida democrática.

Vuelvo sobre el libro que atrás mencioné, para poner de relieve la preocupación de los constituyentes acerca de la atomización de las colectividades tradicionales, que las había convertido en “muchos casos, en simples  agencias electorales con una menguada capacidad de convocatoria” (pág. 421), en las que “la discusión programática ha sido sustituída por prácticas clientelistas y la promoción de intereses menores”(id.).

A juicio de los constituyentes, la crisis de los partidos tradicionales llevó al “bloqueo de nuestro sistema democrático”, enunciado  éste que debe destacarse, pues constituyó tal vez el leitmotiv del revolcón constitucional que promovió César Gaviria. Es bueno recordar que en su hora, Fernando Cepeda, uno de sus ideólogos, habló de la necesidad de desbloquear el sistema como premisa para alcanzar la paz con los grupos subversivos.

El siguiente párrafo es muy significativo:
”Para recuperar la democracia es necesario recuperar el espacio para los partidos. Deben ser los partidos y movimientos políticos los cauces que permitan una auténtica expresión de la diversidad política, social y económica del pueblo colombiano. Los feudos electorales deben ceder su lugar al debate franco, productivo y genuinamente democrático. La Política –con mayúscula-, entendida como el encuentro del país en torno de los grandes temas de interés nacional, debe regresar en su plenitud al escenario de nuestra democracia. Estas las razones por las cuales la nueva Constitución ha tomado una serie de previsiones que buscan ante todo vigorizar los partidos y movimientos políticos como instrumentos de expresión ciudadana.”(id.)

Dejaré para después una  consideración más detenida acerca de si tan plausibles propósitos se han logrado obtener en la práctica.

Lo que quiero resaltar por lo pronto es que, si bien la Constitución pretendió institucionalizar la actividad democrática de la ciudadanía a través de los partidos y los movimientos, en la práctica se han generado situaciones que ubican el debate político en otros escenarios.

Los partidos y los movimientos deben adoptar sus respectivos estatutos, si bien gozan de las más amplia autonomía para decidir sobre su organización y su funcionamiento internos. Pero, cualquiera sea la modalidad que cada uno adopte, hay una estructura de poder que de hecho se superpone en casi todos a la formal o estatutaria.

En realidad, los partidos y movimientos son federaciones de equipos políticos, que constituyen el núcleo de la competencia por el poder dentro del Estado.

Cada equipo político cuenta con algún dirigente alrededor del cual se aglutinan los activistas. El dirigente orienta, resuelve sobre las aspiraciones de sus seguidores, les asigna el orden de importancia en la jerarquía del grupo, decide los apoyos externos que se van a brindar, es la cabeza visible. Ello no significa que su poder sea dictatorial, pues en el interior del equipo se ventilan diferencias y se hacen consultas. El ingreso al equipo resulta a menudo de alguna negociación y la permanencia se condiciona a la cláusula no escrita “rebus sic stantibus”, que atenúa la regla de oro que reza “pacta sunt servanda”.

Ocurre que cada activista muchas veces es cabeza de algún equipo político menor en el que se integran otras cabezas de ratón. La base última de todos esos equipos es la clientela, que se aglutina bien sea por factores de orden territorial o sectorial. Esa clientela es la que provee el voto amarrado, que por ese motivo puede ser objeto de negociación.

De ese modo, los equipos políticos se integran con personajes que dicen tener x votos en determinados lugares o sectores sociales. El número de votantes que garantizan que van a llevar a los puestos de votación y su seriedad en el cumplimiento de los compromisos políticos condiciona su precio en la feria electoral.

Contaba hace poco Selma Samur que en la costa atlántica los aspirantes al Senado hacen sus cálculos para obtener por lo menos los 50.000 votos que exige la cifra repartidora, haciendo alianzas con candidatos a la Cámara  que les ofrecen más o menos de a 10.000 votos cada uno y con concejales que controlan la votación en sus municipios.

El candidato al Senado debe pagarles a sus adherentes unas sumas que se destinan, por una parte, a sufragar los costos de cada campaña, pero, por otra, a remunerar los apoyos y comprar físicamente el voto de cada elector.

Según decires, cada voto se estima en $ 110.000, lo que significa que las campañas exceden de sobra los topes que fija el Consejo Nacional Electoral.

Por supuesto que estas inversiones están sujetas a la ley económica del retorno. Para librarlas, los ganadores tienen acceso a puestos, contratos y auxilios. Lo que hace poco se denunció acerca de que ha habido notarios obligados a entregar el 50% de sus ingresos a sus patrocinadores es cosa archisabida desde hace tiempos. No es extraño que el congresista que ayuda a conseguir un contrato o gestionar un auxilio se quede por consiguiente con su buena tajada.

Es fama que incluso los perdedores sacan provecho. Se habla, por ejemplo, de candidatos derrotados a las gobernaciones que, como les han ayudado a ganar sus puestos a unos alcaldes, se ven premiados por éstos con jugosos contratos de asesoría, que son la vena rota de no pocos presupuestos municipales.

Ahora bien, éstas cosas no sólo se dan entre los costeños, que son quienes cargan con la mala fama, sino a todo lo largo y ancho del país, a punto tal que la cacareada democratización que se jactaron de haber promovido los constituyentes de 1991 ha redundado en una corrupción sin precedente alguno en toda la historia de Colombia.

El “debate franco, productivo y genuinamente democrático” a que aspiraban los más bien intencionados de entre ellos, se ha visto sustituído por la partija monda y lironda. La política, en términos generales, se ha convertido en un negocio en el que, como decía mi admirado Discepolín, “La panza es reina y el dinero es Dios”.

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