martes, 13 de abril de 2010

Momentos de efervescencia y calor

 

Los procesos electorales, sobre todo en países ubicados en el Trópico, suelen desenvolverse  en medio de un clima tórrido, adjetivo que el DRAE define como “Muy ardiente o quemado”.

Las dos expresiones vienen como anillo al dedo acerca de tales procesos, pues siempre dan lugar a que los ánimos se enardezcan y, además, a que de ahí resulten candidatos que se queman.

Se supone, a partir de la lógica de lo que debe ser la democracia (lógica deóntica), que las campañas electorales brindan ocasión para que cada elector, con cabeza fría y ánimo responsable, se ocupe de conocer la personalidad de  los candidatos, su experiencia, sus capacidades, sus propuestas, su entorno, sus posibilidades, etc., con miras a adoptar una decisión racional que conjugue las aspiraciones de la comunidad y las propias.

Pero el modo como se las adelanta es muy poco propicio para estimular lo que ciertos teóricos de las Ciencias Sociales se esmeran en examinar bajo los rótulos de la “Decisión” y la “Acción” racionales, eventos en los que los actores del juego comunitario se aplican a decidir y obrar conforme a los dictados tanto de la racionalidad instrumental como la de los fines o los valores.

La dinámica de las campañas va generando en la imaginación de la gente unos escenarios pasionales en los que alternan y compiten las Grandes Esperanzas con los Apocalipsis.

Así las cosas,  los candidatos terminan encarnando los sueños más felices y los miedos más intensos. De unos se predica, por consiguiente, que garantizarán la felicidad, la seguridad, la prosperidad, la honestidad, la transparencia y otros anhelos de las sociedades, mientras que de otros se afirma que traerán consigo males irremediables y funestos. Es la eterna lucha de la Luz contra las Tinieblas, que en estos escenarios cobra nuevas configuraciones.

Desafortunadamente, las discusiones sobre bienes y males casi siempre suscitan resonancias emocionales que enturbian el ejercicio sereno de la racionalidad.

Al fin y al cabo, no ha de ignorarse que nuestra percepción de valores y disvalores pasa por emociones cuyo origen no es racional e influyen inevitablemente sobre la actividad judicativa.

Además, el universo político se caracteriza por su opacidad, su complejidad, su aleatoriedad y su ambivalencia, lo cual significa que nunca podremos conocerlo tal como es, siempre tendremos que considerarlo a partir de sus contradicciones, jamás podremos prever su desenvolvimiento e,  inexorablemente, para realizar unos valores habrá qué sacrificar otros.

Si la lógica deóntica funcionara en las comunidades, la etapa previa a las elecciones debería ser de información adecuada para  la ciudadanía acerca de todos los datos significativos para decidir la votación, así como de deliberación juiciosa acerca de los aspectos favorables y desfavorables de las distintas propuestas.

Pero la lógica pragmática, que sólo atiende a lo que los filósofos llaman la facticidad, apunta hacia otros propósitos y se vale de otros medios. Según ella, de lo que se trata es de condensar todos los idearios en lemas o eslóganes (así figura en el DRAE) y de suscitar unas imágenes de los candidatos, bien sean favorables o desfavorables.

Las causas y quienes las promueven se tornan así en objetos de sacralización y de satanización. A los electores se los invita a seguir a los buenos y quemar, así sea figuradamente, a los malos, pero estas categorías son muy difíciles de encuadrar dentro del ámbito de la racionalidad.

Al tenor de la evolución del debate público hoy en Colombia, los temas en conflicto se centran principalmente en la seguridad y la moralidad. Los partidarios de Santos ponen énfasis en que él garantiza la consolidación de la primera dentro de la línea de los logros obtenidos por Uribe. Los que exaltan a Mockus depositan en él la esperanza de un gran cambio en la cultura cívica, un giro que nos eleve en el plano de esa transparencia que ha sido tan desdeñada en los tiempos que corren.

Pero, a la hora de la verdad, son muchas más las cosas que están en juego en estas elecciones, tanto en lo institucional, como en lo político, lo económico, lo cultural y, en fin, lo social.

Sobre todas ellas versan los programas de los candidatos, pero en realidad, más que en dichos programas, la decisión de los votantes por lo común se basa en sus lineamientos generales y en la opinión que se forman acerca de las competencias de aquéllos.

Esta mañana se decía en la W que en Colombia ningún candidato presidencial ha ganado las elecciones con un programa. Eso no es del todo cierto, pero tiene su parte de verdad. En efecto, si se miramos hacia el pasado, los triunfadores han logrado, por una parte, seducir a  los electores con ciertos rasgos de su personalidad; por otra, los han convencido, a través de algún mensaje simple, de su competencia para resolver problemas que también se enuncian de manera muy simple. Es, por ejemplo, el caso del “Sí se puede”, con que Betancur derrotó a López Michelsen; el del “Dale, rojo, dale”, que le dio el triunfo a Barco; o el de la “Dialéctica de la yuca”, que puso a Rojas Pinilla al borde de la recuperación del poder.

Uno advierte en los diálogos que sostiene en estos días o en los medios de comunicación, cómo se va calentando el ambiente y se van diciendo cosas que en circunstancias más tranquilas no se afirmarían. Por ejemplo, hace poco me tocó oír a alguien que pontificaba diciendo que tenemos que votar por el que mejor nos garantice nuestros intereses, a lo que hube de observar que si el pueblo llano se convenciera de esa tesis votaría en contra de los mismos. A otro que discurseaba acerca de que en campaña todo vale desde que sea efectivo para liquidar el adversario, le recordé la sabia admonición que le hizo a un amigo mío el finado e inolvidable  profesor Lucrecio Jaramillo Vélez: “Tú no eres malo; no digas sin discernimiento lo que los malos dicen de mala fe”.

En estos y otros eventos se pone de manifiesto que el mundo de los fines entraña tensiones muy difíciles de atenuar de modo racional, como las que oponen el interés privado o de grupo al interés colectivo,  las que enfrentan lo honorable con lo eficaz o, como diré en seguida, las que se dan entre lo público y lo íntimo.

Hay, por ejemplo, un tema de enorme gravedad sobre el que es poco viable el debate abierto y no hay manera de llegar hasta el fondo, cual es el del equilibrio que resulta de lo excelente, lo bueno, lo regular, lo malo y lo pésimo de cada candidato.

¿Cuáles son los defectos o los errores que definitivamente nos inhibirían desde el punto de vista moral para votar por alguno de ellos? ¿Cuáles tendríamos qué soportar en razón de las ventajas que nos ofrecen? ¿Cómo establecer un balance ecuánime entre sus vicios privados y sus virtudes públicas?

Por ejemplo, para muchos, la excesiva afición de Kennedy por las aventuras extramatrimoniales no parecía afectar sus condiciones de liderazgo ni su capacidad  para manejar dificilísimas coyunturas políticas, hasta que se supo que en medio de la crisis de los misiles estaba sometido a altas dosis de antibióticos para aliviar una enfermedad venérea. Es, por lo demás, el caso de la sifílis que afectaba al general Gamelin, quien tenía a su cargo la responsabilidad de defender a Francia en 1940, según lo recuerdan los autores de “Aquellos enfermos que nos gobiernan”.

Volviendo a Kennedy, se cuenta que en uno de sus devaneos machistas en la piscina de la Casa Blanca, bajo los efectos de la marihuana, le preguntaba riéndose a la cocotte que lo acompañaba: ”¿Qué sucedería si los rusos atacaran en este momento?”.

¿Sería pertinente investigar los hábitos privados de los candidatos? ¿Averiguar, por ejemplo, sobre sus antecedentes con el alcohol, la marihuana o la cocaína, o su dependencia de fármacos? ¿Las preferencias sexuales nos podrían indicar algo sobre  el carácter de cada uno de ellos?

Pienso, por ejemplo, en el sadismo de un célebre caudillo, que era conocido por le tout Bogotá en su época, pero nunca se ha discutido en público. ¿Cómo resolvería un personaje de esa índole un delicado problema de orden público?

Hacer estas preguntas parece hoy cosa de mal gusto y podría dar pie, dado el ambiente reinante, a que alguien se indispusiera. Pero el tema de fondo es si son o no son conducentes para calibrar las competencias de quienes aspiran al ejercicio de un poder que, no por limitado, es enorme y tiene severos efectos sobre nuestras vidas.

A la luz de lo que precede, conviene bajarle un poco el tono al discurso de las Grandes Esperanzas, como también al del Apocalipsis. Pero, en un momento dado, con plena lucidez, ejercer el derecho de votar en blanco o el de emitir un voto de protesta. Yo estoy preparando el mío.

2 comentarios:

  1. Pensé que al final expondría usted unas conclusiones agudas, profundas, orientadoras, como lo sugiere desde el comienzo de su artículo. Pero me decepciona su frivolidad. Esa invitación a votar previo el conocimiento de los vicios privados de los personajes, en un país en el que predominan la chismografía y el morbo y nadie se desprestigia lo suficiente, más parece una exhortación a elegir a las peores personas...

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  2. No estoy de acuerdo con Henryleon. Consiodero que por el contrario el pensamienmto del Dr. Vallejo es tan profundo, que no lo encontró ni lo entendio.efectivamente en Colombia, país chismoso por naturaleza, los cuentos "ruedan, ruedan y ruedan" y "dizque" se vuelven agua sucia. Me pregunto: ¿Qué tal que los políticos,
    candidatos y candidotes usaran sotána o cleriman? ya los habríamos cricificado. Dr. Vallejo por mi parte, ni voto en blanco ni voto de protesta, siempre votaré por el menos malo y que así me indique la conciencia.
    Jealbo

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