sábado, 3 de abril de 2010

Las Puertas del Infierno

Los escándalos sexuales en el interior de la Iglesia Católica impactan a los creyentes, pero también a los no creyentes.

Aunque para los primeros la Iglesia es una institución Divina, si bien integrada por seres humanos que no escapan a su condición de pecadores, los casos de pedofilia que se denuncian recurrentemente ponen de manifiesto una profunda crisis espiritual que apesadumbra tanto a la jerarquía como a los fieles.

La gravedad de la situación es inocultable y no admite atenuantes. Los culpables de estos casos aberrantes acumulan pecado tras pecado. A partir del desorden sexual, en sí mismo censurable, se dan la violación del voto de castidad, el agravio a la confianza depositada en ellos y, sobre todo, la lesión que de por vida se inflige a criaturas inocentes.

Todo ello suscita no sólo indignación, sino que provoca la duda entre los fieles. No pocos sienten la tentación de la pérdida de la fe cuando se enteran de que quienes dicen ostentar el carácter sagrado de ministros de Dios obran dando muestras de tamaña corrupción.

Como dice el Evangelio, los discípulos de Cristo y sus sucesores son la sal del mundo. Y si la sal se corrompe, ¿qué podrá esperarse del resto?

No es difícil para los creyentes ver ahí la obra del Demonio, como si el mismo quisiera poner a prueba la garantía que el Señor le prometió a su Iglesia al anunciar que las puertas del Infierno no prevalecerían contra ella.

Pero esta crisis también afecta a los no creyentes.

Unos de ellos, no obstante su escepticismo, ven en la Iglesia un referente moral que se desdibuja con  estos abusos. Muchos otros, en cambio, son sus enemigos y encuentran ahí motivos convincentes para sustentar no sólo sus críticas contra la institución eclesiástica, sino contra la religión en general.

Ahora bien, dentro de esos enemigos hay unos de buena fe y otros de redomada mala fe.

Este último suele ser el caso de los relativistas morales, que toleran todos los excesos y hasta los aplauden, pero los censuran con acrimonia si quienes incurren en ellos pertenecen a la Iglesia.

Por supuesto que los eclesiásticos que cometen estos abusos incurren en contradicción con lo que predican y dan pie, por consiguiente, a que se condene su doble moral, vale decir, su hipocresía, que es un vicio detestable como el que más. Sin embargo, como dijo La Rochefoucauld, aquélla “es el homenaje que el vicio le rinde a la virtud”. Por consiguiente, el hipócrita tiene por lo menos conciencia de que está obrando mal y trata de encubrir su delito.

Pero el relativista moral carece de toda razón al censurar al hipócrita o a cualquier otro vicioso. Si toda moral es relativa y depende del juicio personal de cada uno, el cual debe respetarse en obsequio a la libertad y por consiguiente a la dignidad humana, no hay criterio alguno que permita sustentar una valoración negativa acerca de lo que hacen esos malos clérigos.

Los relativistas morales, que son mayoría hoy en los medios académicos, políticos, judiciales, periodísticos, literarios, etc., se aterrorizan sin embargo frente a estas conclusiones y dicen que el mal en dichos casos radica en el perjuicio que se causa a los niños, a los que debe protegerse de las agresiones de los adultos.

Esto parece evidente. Lo es, desde luego, para quienes sostenemos  la posibilidad de  formular enunciados objetivamente verdaderos en materia de moral. Pero si quien hace estas afirmaciones es un relativista moral, a éste le toca aceptar que por lo menos en lo que afecte la inocencia, así como la integridad física y sobre todo la psíquica de los niños, sí cabe afirmar que hay límites infranqueables, normas inviolables y, en fin, verdades de a puño.

De ahí que uno de los dogmas del relativismo moral contemporáneo sostenga que todo lo que hagan en su intimidad los adultos suficientemente informados y dotados de libre albedrío debe respetarse como proveniente de su autonomía moral, de suerte que lo inmoral será  censurarlo. Pero si no se está en presencia de tales adultos, entonces la normatividad moral tendrá que ser otra, destinada precisamente a proteger a quienes adolezcan de cualquier tipo de incapacidad que afecte el libre ejercicio de su responsabilidad moral.

Pero, ¿cuál sería esa normatividad exigible para proteger la inocencia infantil, que al mismo tiempo sería del todo inadecuada para regular el comportamiento de los adultos?

Los relativistas morales suelen dejar este problema en manos de los psicólogos, que se convierten entonces en jueces de lo bueno y de lo malo, desbordando así los límites propios de la ciencia, que según el dogma dominante, sólo se ocupa de hechos y no de valores.

Ya se sabe qué es lo que en materia de educación sexual están proponiendo los psicólogos materialistas en España, que, por ejemplo, en la cátedra de Educación para la Ciudadanía sugieren que se enseñen las técnicas tanto heterosexuales como homosexuales, así como el fomento de la precocidad en las relaciones sexuales y el abandono de toda noción de responsabilidad en las mismas, salvo en lo que toque con las posibilidades de embarazo y de infecciones venéreas, asuntos que se resuelven con píldoras abortivas, preservativos y aborto mondo y lirondo.

De ello da buena cuenta la cartilla “Alí Baba y sus cuarenta maricones” que se distribuye entre los escolares españoles para imponerles la creencia en un ejercicio inocente de la homosexualidad.

A partir de estas premisas, ¿qué diferencia habría entre estimular las relaciones sexuales entre adolescentes e incluso preadolescentes, y censurarlas cuando en ellas intervenga un adulto?

Freud llamó la atención sobre los aspectos que él mismo consideraba perversos en la sexualidad infantil. Más tarde, los psicólogos materialistas dejaron de considerar que en la sexualidad hubiese aspectos perversos, a partir de lo cual llegaron a la conclusión de que toda manifestación de la sexualidad es natural y, por ende, normal. Y si los niños practican juegos sexuales entre sí, ¿qué mal hay en que en los mismos participen adultos?

Daniel Cohn-Bendit, el deplorablemente célebre Daniel el Rojo que lideró lo que Raymond Aron llamó en su momento “Las Saturnales de la Sorbona” en mayo de 1968, se jactaba no hace mucho de sus experiencias sexuales con niños de una institución educativa en que trabajó después de haber protagonizado esos famosos desórdenes.

No hay qué ignorar las relaciones de la Psicología con la Moral, pero quizás sea bastante aventurado dejar en manos de los psicólogos, que no se han puesto de acuerdo sobre los fundamentos teóricos de su disciplina, la tarea de discernir qué es lo bueno y lo malo para la formación de la niñez y la juventud.

Pero hay algo más sustancial para considerar sobre estos tópicos.

Todas las sociedades a lo largo de la historia que se conoce han regulado la sexualidad. Es cierto que las regulaciones al respecto han sido muy variadas, pero en las mismas suele plantearse, por una parte, que hay formas normales y formas anormales de ejercicio de la misma. Y de distintas maneras se han establecido pautas acerca de la precocidad, la promiscuidad, la intimidad, la oportunidad e incluso la fidelidad en materia de relaciones sexuales. En unas, las pautas han sido bastante rigurosas; otras, en cambio, se han inclinado hacia la tolerancia. Pero se cree que hay límites que ésta no puede desconocer sin que se corra el riesgo de la decadencia y la desintegración de la sociedad.

Pues bien  la sociedad occidental contemporánea  es la única que, por lo menos a lo largo de unos veinte siglos, ha adoptado la creencia de que, siempre que se trate de adultos de quienes se presuma la autonomía moral y obren en una relativa intimidad, la sexualidad sólo está sometida a los límites que los directamente implicados en ella acepten voluntariamente.

Lo de la intimidad es una concesión hipócrita que se hace a los viejos criterios de decoro, pudor y honestidad, pero los límites de este concepto son cada vez más laxos. Ya no se los considera de recibo en los espectáculos, ni en las playas, ni en ciertos sitios de esparcimiento.

Como la sexualidad tiene un carácter especialmente expansivo, la idea del autocontrol poco opera en su ejercicio. Y cada vez tiende a invadir más espacios, como se advierte en el ámbito de la publicidad. Fácilmente se llega, pues, a un pansexualismo, tal como sucede hoy en nuestras sociedades.

Se sigue de ahí que los niños están permanentemente expuestos a la agresión sexual procedente de la sociedad misma. De ahí resulta que las relaciones sexuales sean cada vez más tempranas, que abunden los embarazos indeseados de adolescentes, que la niñez esté ya privada de lo que antes se consideraban los dulces encantos de la inocencia, que muchos jóvenes no quieran comprometerse en matrimonio porque desconfían de la fidelidad de sus parejas, que la familia, en fin, experimente una crisis tan aguda como la que padece la Iglesia.

En síntesis, si son censurables con sobra de razones los actos perversos de los clérigos, también lo es la desorientación general de la sociedad contemporánea en lo que concierne a lo sexual.

No es por prejuicios moralizantes, sino por consideraciones tanto de mera supervivencia colectiva cuanto de calidad de vida que conviene pensar seriamente en ponerle término a la Revolución Sexual que psicólogos como Reich pensaron equivocadamente que contribuiría a hacer más libres y felices a los seres humanos.

Hace poco llamé la atención acerca de que el triunfo del Cristianismo en la sociedad romana y posteriormente en las sociedades paganas europeas implicó una verdadera revolución. Ahora se impone promover otra contra el materialismo reinante en nuestra civilización.

De hecho, los musulmanes ya la están intentando, pero con un sentido que choca con ideales de juridicidad,  libertad y democracia que consideramos inseparables de la concepción occidental de una sociedad civilizada.

No sobra señalar que esos ideales peligran también por obra de tendencias que actúan en la sociedad occidental misma, precisamente en torno de los llamados derechos sexuales y reproductivos que no dejan de exhibir inquietantes aristas totalitarias. Pero esto será tema de otros comentarios.

2 comentarios:

  1. Estimado Jesús,

    Creo que dentro toda la problemática de abusos sexuales por parte de miembros de la iglesia, está precisamente, el impacto en los creyentes, que la verdad sea dicha...no se expresa de manera notoria, si es que tal expresión existe.

    Por ahí se ven en los medios transportadores protestando por diferencias con algun alcalde, ciudadanos protestando en contra de las farc, etc..etc..etc...pero no se ven catolicos protestando contra la iglesia.

    Dicho silencio ante un problema de tal gravedad se ve mas como un silencio permisivo que como un impacto..de cualquier tipo.

    Cordial saludo

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  2. ¡Dolor, dolor y verguenza! "Y las purtas del infierno no prevalecerá contra ella", pero está prevaleciendo el escándalo sexual con toda sus consecuencia. Claro que esta situación no se puede avalar en exclusividad a la Iglesia Católica, es algo que es propio y existe en cualquier comunidad, agrupación, y sociedad, creyentes o no...tirios y troyanos; sólo que la Iglesia es la que es señalada y recibe los ataques más injustos o justos, lo cual muestra una vez más que "sólo el árbol que da buen fruto, recibe las pedradas".Obviamente que es la Iglesia la que tendrá que verificar, investigar, separar y castigar.
    Juanfer

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