sábado, 24 de abril de 2010

Verde: ¿Color de Esperanza?

La campaña electoral en curso parece estar polarizándose en torno de lo que para los votantes significan Mockus y Santos.

El apoyo a este último se cifra casi exclusivamente en su compromiso con la seguridad democrática, que lo identifica con la continuidad del programa más exitoso del gobierno de Uribe. Los que siguen a Mockus, sin descreer de esta política, aspiran a que se le introduzcan cambios y, sobre todo, sueñan con un profundo cambio de estilo, que implica una transformación moral, en la vida pública.

Desde cierta perspectiva, lo de Santos traduce el miedo de la gente a que volvamos a los años aciagos en que la subversión parecía estar enseñoreada en los campos de Colombia y amenazaba con tomarse las ciudades. A Mockus lo acompaña, en cambio, un sentimiento positivo, la esperanza.

El miedo puede estar motivado en bases reales, pero es una emoción que, junto con el odio y la ira, les hace muchísimo daño tanto a los individuos como a las comunidades. Desafortunadamente, la barbarie de los subversivos, a quienes no es osado llamar narcoterroristas, ha suscitado en vastos sectores de nuestra sociedad un bloqueo emocional que no sólo dificulta el diálogo con ellos, sino la aceptación misma de la Izquierda como protagonista del juego político, ya que se la considera incapaz de someterse a sus reglas, que no son otras que las de la civilización.

Pero, de ese modo, fuera de que sus electores han quedado reducidos a dimensiones irrisorias, el país se ha acostumbrado a legitimar atropellos que también contrarían las reglas más elementales de la civilización política. Todos los episodios de paramilitarismo y de complicidad con sus estructuras y sus acciones por parte de dirigentes políticos y de personal de las fuerzas del orden, han sido posibles porque de alguna manera han contado por lo menos con la indiferencia de la ciudadanía.

Hay pasajes de la carta de Laura Montoya que se divulgó en esta semana que invitan a reflexionar sobre tan delicado asunto, pues ella anuncia ahí que no puede votar por Santos, dado que bajo su gestión se cometieron graves crímenes en Arauca, sin que él reaccionara para impedirlos o perseguirlos. También a él se le reprocha que no hubiera asumido como se debía la responsabilidad política por los falsos positivos.

El exceso de pragmatismo en la acción política hace que la gente reaccione a través de otro extremo, el del idealismo absoluto. Cuando los halcones se ceban en sus víctimas y no se arredran ante depredación alguna, el sentimiento moral se excita y busca la purificación, que lleva al punto que proclamaba Kant, según dicen algunos de sus exégetas: “Que todo perezca si así fuere menester para que se mantenga incólume el principio”.

Ya hay quienes comentan con preocupación que en torno de Mockus se podría estar gestando un peligroso mesianismo cuyas derivaciones serían impredecibles.

Por supuesto que la esperanza es necesaria para el bien de la colectividad. No debe olvidarse que en buena medida el prestigio de Uribe radica precisamente en que nos la devolvió a los colombianos. Como ha disminuído el peligro guerrillero, ya podemos pensar más serenamente, como dice Mockus, en seguridad con legalidad.

Pero sus promesas, expresas o tácitas, van más allá de la recuperación del imperio de la ley, que fue el tema central del programa que ofreció Alberto Lleras Camargo cuando se posesionó de la Presidencia el siete de agosto de 1958, pues Mockus plantea no sólo una revolución educativa, lo que en principio parece estar muy bien, sino una transformación moral de la sociedad colombiana cuyo delineamiento no es nítido.

Median, por otra parte, no pocas incertidumbres acerca del conflicto a que inevitablemente se vería abocado frente a un Congreso en el que sus fuerzas son muy débiles. Es tema que habrá que examinar más de cerca en otra ocasión.

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