La mística para el hombre de hoy
Por feliz iniciativa del Colegio de Altos Estudios Quirama, la Universidad Católica de Oriente, la Casa de Espiritualidad Monticelo y la Universidad de la Mística-Ávila, se llevó a cabo esta semana en Rionegro un importante seminario sobre “La mística, vocación de toda la creación”.
Los promotores del evento tuvieron para conmigo la amable deferencia de invitarme a decir algunas palabras sobre lo que representa la mística para el hombre de hoy.
Trataré de reproducir algo de lo que ahí dije para futura memoria y darlo a conocer a los lectores de este blog.
El tema propuesto suscita muchas reflexiones, pero en razón del tiempo limitado hube de centrarme tan solo en algunas de ellas.
Ante todo, como punto de partida, se hace menester definir qué es la mística o, mejor, lo místico.
El DRAE enseña que son palabras que proceden del latín mystica-cus y tienen que ver con lo misterioso, lo arcano, “lo que incluye misterio o razón oculta”. Hay dos acepciones que interesan especialmente para lo que luego diré. Una, más amplia, que toca con el mundo de lo suprasensible, es decir, lo que va más allá de lo que percibimos ordinariamente a través de nuestros cinco sentidos; otra, más precisa, alude a la experiencia de lo divino y, en especial, a las relaciones del alma con Dios.
Esas relaciones pueden examinarse, entre otras, a partir de dos perspectivas: la psicológica y la ontológica.
Desde el primer punto de vista, la mística puede considerarse como un estado mental en el que el sujeto supera, por así decirlo, la actitud natural ante sí mismo y ante lo que lo rodea, para contemplarse y contemplarlo bajo otras coloraciones que en general pueden catalogarse como de luminiosidad, aunque no exentas de penumbra u oscuridad.
Para entender esto, conviene considerar el concepto que el filósofo Searle ofrece acerca de nuestra naturaleza humana. Él dice tajantemente que somos bestias biológicas. Según este concepto, nos experimentamos a nosotros mismos y nos relacionamos con el entorno como animales, vale decir, como organismos que se mueven por pulsiones y por necesidades vitales que se satisfacen con lo que la naturaleza pone a su disposición. Los valores supremos se concretan entonces en la satisfacción de nuestros apetitos y la utilidad que para el efecto nos reportan los demás y las cosas del mundo tangible, que es lo único que existe. Como ente natural, el hombre vive confinado en una sola dimensión real, la de la naturaleza físico-química, biológica y psicológica, si bien se admiten otras cuya índole es tema de arduos debates y suele catalogárselas dentro del rubro de lo imaginario, tal como sucede con los contenidos de la cultura.
Pero esta no es la idea que a lo largo y ancho de la historia ha prevalecido entre los seres humanos, que siempre hemos considerado que vivimos entre dos mundos, el sensible, que Kant llamaba fenoménico, y el suprasensible, que el mismo filósofo denominaba nouménico. El primero es accesible a los sentidos ordinarios; con el segundo, en cambio, solo podemos habérnoslas a través de ejercicios que en resumen definimos como de trascendencia.
Esa trascendencia implica por así decirlo un salto, un ascenso hacia estados mentales en los que la visión del mundo cree hacerse más amplia y profunda, y en la que se dan cambios cualitativos en cuya virtud el individuo deja de verse como aprehensor y manipulador de lo que lo rodea, con miras a satisfacer sus apetitos, y deja de ver las cosas del mundo y su conjunto como útiles adecuados para ello, para contemplar el todo como un vasto escenario de belleza, de amor y, en suma, de bondad, cuya visión justifica el negarse a sí mismo y reprimir los deseos que lo apremian.
Estas experiencia místicas están al alcance de todo ser humano, pero suelen ser pasajeras o episódicas, a menos que se haga un esfuerzo deliberado por alcanzarlas, sostenerlas y profundizarlas.
Pues bien, la interpretación de este fenómeno se presta a discusiones de varia índole. Unas versan sobre cómo producirlo. Otras se refieren a su valoración para la vida humana. Y en este escenario caben básicamente tres posturas: las de quienes consideran que ofrecen la máxima realización de la existencia individual; la de los que piensan que son experiencias ilusorias, pero útiles para aliviar las penalidades de la vida cotidiana; y las de aquellos, bastante influyentes hoy en día en los medios académicos y hasta en los de comunicación social, que las miran como aberraciones peligrosas o fenómenos patológicos.
Quedémonos, por lo pronto, con la constatación del hecho mondo y lirondo de que esas vivencias se experimentan realmente y suelen ofrecer satisfacciones intensas a quienes pasan por ellas. Pero, ¿se asocian efectivamente a correlatos reales?
La ontología del hombre corriente en todas las épocas y todos los lugares, que los filósofos con su petulancia suelen calificar como “pensamiento ingenuo”, ha optado siempre por respuestas afirmativas a esta cuestión, aunque no siempre ellas sean uniformes. Más bien, de hecho exhiben una abigarrada variedad de soluciones de las que dan cuenta los mitos que pueblan el imaginario de las distintas culturas.
¿Hay, sí o no, un mundo suprasensible al que, en efecto, tenemos acceso por vías diferentes de las de los sentidos ordinarios, tales como lo que San Agustín llamaba el órgano intelectivo del corazón que obra a partir de la fe?
Para dar respuesta a ello, toca suponer, por una parte, la hipótesis de una visión ampliada de nuestro aparato intelectivo y, por otra, la idea de que la realidad misma es más amplia y compleja que lo que la experiencia empírica nos ofrece. La ciencia corriente hoy en día se caracteriza porque parte de premisas de una racionalidad y una realidad estrechas y, en últimas, recortadas.
El cristianismo y, en particular, el catolicismo, postulan que la espiritualidad individual cuenta con sólidos fundamentos en la realidad. Mejor dicho, que la realización plena del ser humano se logra a través de estados espirituales, y que estos no son ilusorios ni patológicos, sino que la realidad misma está impregnada de la acción del espíritu, el cual a través de ella se manifiesta.
Es más, la vida individual solo cobra sentido si se la considera a través del prisma de lo espiritual. Y la vida colectiva solo se mantiene y se torna fecunda si está animada por la mística.
Pero esta concepción tropieza hoy en día con dos grandes obstáculos que es necesario considerar cuidadosamente: el que ofrecen las falsas espiritualidades, como la del New Age, y el que surge del materialismo dominante hoy en los altos círculos sociales, una de cuyas proyecciones es el deletéreo relativismo moral imperante,
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