jueves, 18 de marzo de 2010

Apuntes sobre Naturaleza y Cultura

¿Qué idea tenemos acerca de nuestra relación con la Naturaleza?

Suele pensarse que las comunidades primitivas se relacionaban con su entorno natural como si hiciesen parte del mismo. Su actitud era entonces de incorporación a la Naturaleza y, por ende, de aceptación de sus eventos, fuesen éstos favorables u hostiles.

De acuerdo con ello, el hombre vive de lo que le da la tierra y a ésta vuelve al morir, haciendo parte entonces de la cadena alimenticia. Tanto el nacimiento como la muerte y su antesala, la enfermedad, son acontecimientos naturales que acepta con resignación. Su ideal es adaptarse a las circunstancias. La naturaleza le ofrece los modelos de ordenación social, condiciona sus acciones, es el marco de su trayectoria vital.

En un momento dado, su actitud evoluciona. El libro del Génesis ilustra sobre esta transformación cuando ordena: "Creced y multiplicaos; henchid la tierra y enseñoreaos de ella…”. Entonces el ser humano deja de considerarse a sí mismo como un elemento más del orden natural y se destaca respecto del mismo. Se considera como el término de la Creación y busca efectivamente ejercer su señorío sobre ella.

Lo intenta primero a través de la magia, que supuestamente le da poder para aprovechar en su favor las  fuerzas bienhechoras y mitigar el efecto de las que no le son propicias o enderezarlas contra sus enemigos.

Más tarde, como lo señala Jules Michelet en su “Historia del Satanismo y la Brujería”, esta actitud de posesión y dominio sobre la Naturaleza se desarrolla a través de la ciencia experimental, mediante la cual se identifican relaciones causales que le permiten ejercer el control sobre las fuerzas naturales.

Ello ha sido posible gracias a actitudes trasgresoras de lo que se considera el orden natural. El desarrollo de la ciencia entraña siempre desafíos que ilustra el mito de Prometeo, quien desvela el secreto del fuego para ponerlo a disposición de los seres humanos, generando con ello la animadversión de los dioses.

Hay, pues, una larga historia de avasallamiento de la Naturaleza por parte del hombre, que no empieza propiamente en el Renacimiento, como frecuentemente se dice, sino que viene desde mucho más atrás, vale decir, desde los tiempos primitivos, según lo pone de manifiesto un libro que ya no recuerdo en el que se destaca el espíritu investigador y experimentador de los primitivos. Pero, evidentemente, ha sido en los últimos siglos cuando ese proceso se ha acelerado vertiginosamente.

Dentro de este contexto todavía queda espacio, sin embargo, para alguna idea de naturaleza humana.

Un tema pedagógico y moral viejo de siglos tiene que ver con el cuidado del cuerpo, que se mira como instrumento precisamente de la acción de la mente sobre el mundo exterior, y con el autocontrol de la inteligencia, los afectos y los apetitos, esto es, con la disciplina del alma.

A la luz de estas consideraciones, se piensa  que hay unos modelos que no sólo conviene, sino que es imperativo seguir para la autorrealización del ser humano. Esos modelos vienen dados precisamente, según se cree, por la naturaleza misma. Y a partir de ello, se cree además que hay modelos naturales de la interacción, de las colectividades yde las instituciones, así como de la estructura social en general.

De ese modo, igual que sucede con los entes naturales, se piensa que puede haber dominio y control sobre los individuos y los grupos, siempre y cuando se conozcan, como decían los clásicos, sus principios operativos, los resortes de sus tendencias, los mecanismos que condicionan sus acciones e interacciones.

En la tradición aristotélica, alma y cuerpo van unidos como la forma sustancial a la materia prima. Aquélla corona el mundo natural, ejerce por medio de la razón su supremacía sobre él, pero no le es ajena. Sus seguidores medievales no vacilan en hablar de una razón natural de que cada uno de nosotros está dotado y participa de la razón universal que informa a los entes reales. Sólo el Ser Supremo, que es pura forma, escapa a todo condicionamiento natural.

A principios de la Edad Moderna, el naturalismo de Maquiavelo y el materialismo de Hobbes van dejando de lado la idea del alma. Pero el paso decisivo lo dará Descartes al separar tajantemente el alma, como res cogitans, y el cuerpo, como res extensa. De ahí se extraerá más adelante la idea de que en el ser humano coexisten dos  principios que no se tocan, el espiritual y el material.

Kant lo dirá de modo perentorio. Una cosa es el cuerpo, sometido al determinismo que rige en el mundo natural, y otra es la conciencia, que es libre.

Mientras que Aristóteles consideraba que toda realidad es teleológica, Kant piensa  que la finalidad es una categoría que sólo se da en el orden natural, en el que cada ente obra según leyes que lo determinan inexorablemente, en tanto que la libertad humana consiste precisamente en que el hombre es dueño de sus propios fines y de su elección respecto de los mismos. Lo que lo limita son los imperativos categóricos que son racionales, no naturales.

Razón y Naturaleza, entonces, se escinden. La racionalidad se da en el orden de la inteligencia, pero no en el de lo real. Las normas y los modelos del obrar, de la edificación de la personalidad y de la ordenación de la sociedad  ya no tienen como referente el sustrato natural. Su fundamento está en otra parte: en la racionalidad formal y en la autonomía moral.

Hay unos proceso  conceptuales que sería prolijo detallar aquí, en cuya virtud la forma kantiana deriva en la nada sartreana, el reino de la libertad como contrario al del determinismo natural se transforma en el mundo de la cultura, y la autonomía moral desemboca en la libre elección del individuo adulto que se supone suficientemente informado sobre las consecuencias de sus acciones.

Lo cierto es que a partir de unas premisas implícitas que se encuentran en las tesis de Kant, se va llegando a la idea que hoy prevalece, bajo distintas presentaciones, tanto en los medios académicos como en el pensamiento vulgar, en virtud de la cual la tarea que hoy se impone es la de emancipar al ser humano de sus condicionamientos, sus limitaciones y sus cargas naturales.

Si, como lo decía Ortega, siguiendo a Dilthey, “El hombre no es naturaleza, sino cultura o historia”, y ésta, como en el célebre texto de Croce, es el escenario en que se realiza la hazaña de la libertad, la moral individual y toda ordenación social resultarán de la iniciativa incondicionada de los seres humanos, vale decir, de lo que Castoriadis denomina la autonomía de la sociedad.

Las derivaciones concretas de estos enunciados vienen  por cuenta del culturalismo contemporáneo, según el cual el mundo de la cultura es autónomo respecto del orden natural y no tiene por qué inspirarse en el mismo.

De ahí se siguen conclusiones como la de que el lenguaje sigue sus propias reglas de construcción que no necesariamente coinciden con la lógica natural, si es que la hay; o que no puede hablarse de un orden moral objetivo, sino de meras  preferencias culturales bastante aleatorias por cierto.

Estos puntos de vista se reflejan en las concepciones vigentes acerca de las costumbres, la organización familiar y la vida sexual, que ya no se conciben en función de lo que se considera natural, sino de la libre elección de los individuos y de los grupos.

Se habla hoy del género, como categoría cultural, en lugar del sexo, que es una categoría natural. A partir de ahí, se sostiene que las identidades y las funciones de los géneros son creaciones culturales que cada individuo puede adoptar o modificar a su arbitrio.

Pues bien , el trasfondo de toda esta elaboración ideológica es la tesis según la cual llegó el momento en que el hombre debe de emanciparse del orden natural. El sueño de Marx de hacer el tránsito del Reino de la Necesidad al Reino de la Libertad cobra nuevo aliento. Pero acá no se trata tanto de emanciparse del trabajo y de las condiciones de la vida material, que son inexorables, sino de los limitantes de la sexualidad y el goce del tiempo libre. Tanto en la primera como en el segundo se refugian hoy los anhelos libertarios, que buscan protegerse bajo el manto del derecho a la intimidad, a la vida privada, a la disposición del cuerpo.

Alguno ha llamado la atención acerca de que, de ese modo, se pasa de la  ética tradicional del deber a la del placer. Aquél no deja de manifestar las presiones del Reino de la Necesidad; el segundo, en cambio, parece ser el escenario de la Libertad, por lo menos en la acepción negativa que ha planteado Isaiah  Berlin, de conformidad con la cuál ser libre consiste en obrar como a uno le plazca, sin verse sometido a constreñimientos ni limitaciones.

Las consignas emancipatorias promueven la idea de que cada uno pueda ser como es o como quiera serlo, es decir, que el imperativo moral es ser auténtico, tema que en el área de la sexualidad se traduce en el reclamo de los derechos del colectivo GLBT, en la igualdad de género, en los matrimonios homosexuales, en la adopción por parte de parejas del mismo sexo, en la tolerancia, en la educación sexual, en la penalización severa de la violencia de género y las discriminaciones por motivo de la preferencias sexuales, etc.

Pero el asunto es de más amplio espectro. Se considera que la mujer ha sido discriminada por la Naturaleza con la carga de la maternidad, que entraña fecundación, gestación , alumbramiento y crianza de los hijos. La idea de disociar el placer sexual del instinto de reproducción ha llevado a darle prelación al primero sobre el segundo, de modo que se plantea la tesis de que la mujer tiene no sólo derecho al placer, sino a librarse de sus consecuencias embarazosas para ella. De ahí lo de los famosos derechos sexuales y reproductivos, que son un eufemismo para referirse a un derecho soberano de abortar.

Dejemos ahí el tema del aborto, que amerita muchísimas consideraciones adicionales.

Quiero llamar la atención sobre dos aspectos inquietantes de la idea de emanciparse de las constricciones y limitaciones que nos impone la Naturaleza. Se trata de que, en términos generales, nuestra vida comienza y termina por obra del azar o de lo que los creyentes denominamos los designios de la Providencia.

Cada uno de nosotros ha surgido de un acto sexual que ha dado lugar a que de manera del todo aleatoria se unan un espermatozoide y un óvulo, cada uno con su respectiva información genética. Pero la reproducción programada mediante la selección de los embriones que se consideren más aptos para el disfrute de la vida, trata de controlar la obra del azar o de la Providencia.

No está lejano el día en que se disponga que sólo los embriones que pasen la prueba de aptitud genética tendrían acceso lo que S.S. Paulo VI denominó alguna vez el “Banquete de la Vida”.

En efecto, dentro de la tesitura de librarse de las cargas de la naturaleza se halla el propósito de que no nazcan sujetos no sólo tarados, sino indeseables. Ya Juan Manuel Santos dijo en algún artículo de prensa  hace varios años que los críticos del aborto olvidan que este es un medio adecuado para impedir que lleguen a la vida delincuentes y otros seres poco atractivos. Y una magistrada de la Corte Suprema de los Estados Unidos manifestó en julio del año pasado que el leitmotiv del fallo Wade fue precisamente ése, que el mundo no se llene de lo que los costeños llaman con mucha gracia “gente maluca”.

A mis estudiantes les dije en nuestra última clase que yo, que fui un niño enfermizo, quizás no habría pasado la prueba que sugiere Santos.

El sentido de la vida para los muy discutibles filósofos éticos de moda está en el placer como cada cuál lo conciba. Por consiguiente, aquél cuya vida no sea placentera tiene derecho de librarse de ella mediante la eutanasia o el suicidio asistido. No podemos dejar, según se dice, el término de duración de la vida individual  en manos de la Naturaleza ni de un Dios cuya existencia se niega.  Cada uno es dueño de su vida y puede decidir, por consiguiente, si es el caso de ponerle fin cuando  la encuentre despojada de sentido.

El pensamiento tradicional consideraba que el sentido de la vida no es tema de libre elección, pues viene dado por la realidad misma, vale decir, por la naturaleza humana y las circunstancias en medio de las cuáles le toque desenvolverse. Pero cuando se niega dicha naturaleza y se afirma que cada ser humano define su propio proyecto vital sin ataduras referidas a las costumbres, a lo que se considere natural o a los mandatos religiosos, sino según su propio talante, la decisión acerca de si vale la pena de vivir o no, queda deferida al libre albedrío de cada uno.

Como estos planteamientos chocan con una sensibilidad impregnada por más de 1.500 años de Cristianismo, suele matizárselos con llamados a  la piedad cristiana en favor de quiénes evidentemente ya poco pueden esperar de la vida por el estado terminal de sus achaques de salud. Pero, igual que sucedió con el caso del aborto, una vez aceptados ciertos planteamientos se avanza luego  hacia otros más radicales. Y ya en Holanda se está discutiendo un proyecto que autoriza la eutanasia y el suicidio asistido para los mayores de setenta años, edad que estoy próximo a alcanzar.

En síntesis, de la adaptación al mundo natural propia de las sociedades  primitivas y la tendencia al control del mismo que caracteriza  a las sociedades modernas, estamos moviéndonos, en el sentido de una verdadera revolución cultural, hacia un tipo de sociedad en que la consigna es liberarse de las ataduras naturales.

En “La Estructura de las Revoluciones Científicas”, Thomas Kuhn sostiene que el desarrollo teórico de la ciencia obedece a cambios en los paradigmas explicativos, que son de orden cultural. Esta tesis ha sido objeto de severos cuestionamientos que no es el caso de mencionar aquí, pero es bastante plausible en los ámbitos del pensamiento social, político, moral y jurídico, y en general en la filosofía de la cultura.

Aunque el asunto se puede discutir confrontando hechos y sometiendo las opiniones a examen crítico, el fondo de la controversia es metafísico y toca en últimas con la concepción que se tenga del hombre y, como decía Max Scheler, de su puesto en el Cosmos. Hay, pues, varias concepciones del mundo en pugna y es difícil armonizarlas, ni siquiera a través de los ilusorios procedimientos de razón comunicativa propuestos por Rawls, Habermas y otros que trasiegan el mismo camino.

Consciente, cuando no de la debilidad, por lo menos sí de la dificultad filosófica de sus posiciones supuestamente emancipatorias, no pocos juristas han decidido que la Filosofía del Derecho ya no se justifica, por cuanto los ordenamientos constitucionales han resuelto con fuerza de verdad jurídica las discusiones sobre estos temas, al consagrar en los textos las garantías  de la dignidad, la igualdad, la libertad, la tolerancia e incluso la laicidad del Estado, como si las mismas se hubiesen adoptado dentro de los contextos ideológicos que ellos promueven.

Así las cosas, cuando se dice en el ordenamiento jurídico que cada persona es libre, se lee que esa libertad se traduce en el derecho de la mujer a su elección soberana respecto de la maternidad. Y cuando se proclama la neutralidad del Estado frente a las concepciones religiosas  y las  iglesias, se la interpreta afirmando que en la discusión pública no son de recibo los argumentos religiosos, lo que conduciría también a sostener que deben excluirse los morales, los filosóficos y los ideológicos.

Aquí hay un filón interesante para explorar, pues ciertos radicales llegan a sostener que en la discusión pública sólo pueden hacer acto de presencia los argumentos científicos, como si la ciencia pudiera decir la última palabra en asuntos en que están en juego los valores.

En rigor, cuando se dice que la Constitución y las declaraciones de Derechos de la ONU y otras entidades internacionales ya definieron el tema de la emancipación humana tal como lo consideran los que se llaman a sí mismos progresistas, se está acudiendo a posiciones de poder para imponer coercitivamente unas tesis que son harto discutibles, por fuera de los escenarios de discusión que sería conveniente poner en juego.

Por ejemplo, nuestra Corte Constitucional impuso por sí y ante sí el fementido derecho fundamental a drogarse, el no menos cuestionable a la eutanasia, la más atroz solución imaginable para el aborto o los efectos patrimoniales de las uniones homosexuales que el Congreso había negado, mediante interpretaciones que, si bien se las mira, afectan de tal modo el eje temático de la Constitución, que sólo podrían haberse adoptado mediante Asamblea Constituyente convocada como lo ha dicho la mencionada Corte en varias sentencias.

Dicho de otro modo, si ni a través de Acto Legislativo ni de Referendo es posible reformar sustancialmente la Constitución, menos lo será, como lo ha hecho la Corte Constitucional, mediante Sentencia suya.

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